miércoles, 27 de junio de 2012

IMAGINARIO COLECTIVO Y ANÁLISIS METAFÓRICO

IMAGINARIO COLECTIVO Y ANÁLISIS METAFÓRICO
Emmánuel Lizcano
(Transcripción de la conferencia inaugural del Primer Congreso Internacional de Estudios sobre
Imaginario y Horizontes Culturales que se celebró en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos,
Cuernavaca, México, del 6 al 9 de mayo de 2003)

Quiero encomiar a los organizadores de este Congreso su acierto en la elección del tema que nos convoca, pues la reflexión en torno a los imaginarios sociales no es sólo uno de los campos de pensamiento más atractivos y fecundos hoy día, sino también uno de los más prometedores caminos que se abren para una emancipación de los pueblos que no venga a dar, una vez más, en una nueva forma de esclavitud.


Aunque sea término de acuñación reciente, lo imaginario –o con mayor precisión, su apreciación explícita en la vida colectiva- ha venido sufriendo a lo largo de la historia un permanente vaivén de reconocimientos, o incluso exaltaciones, y ninguneos, cuando no rechazos y persecuciones. En el llamado Occidente, el primer
rechazo aparece con el tópico –y mítico- “milagro griego”, según el cual el logos habría reemplazado al mithos. Aunque posiblemente, como apunta Antonio Machado, no fuera la razón, sino la creencia en la razón, la que sustituyó en Grecia la creencia en los dioses, lo cierto es que allí, por vez primera, el mito de la razón ocupó el lugar que habitaban las razones del mito. La descomposición de la Grecia clásica daría paso,
siglos más tarde, a esa eclosión del imaginario popular medieval que tan acertadamente ha descrito, entre otros, Mijail Bajtin. Posteriormente, al Renacimiento del intelectualismo griego y a los nacimientos paralelos del puritanismo iconoclasta protestante y de la ciencia moderna (nacimiento éste, por cierto, tan mítico como
cualquier otro), se contrapuso esa exuberancia de imágenes y ficciones que todos reconocemos en el barroco. Sofocado éste, a su vez, por las Luces de una Razón de nuevo convertida en diosa por la burguesía ilustrada, los poderes de lo imaginario aflorarán de nuevo con el romanticismo, con su sospecha hacia la racionalidad científica abstracta y su exaltación de lo emocional y telúrico. Para acabar llegando así a nuestros días, en que, a partir de los años 70, la llamada posmodernidad pone en tela de juicio todos los tópicos modernos y ensalza, una vez más, la virtud de la representación sobre lo representado, de lo virtual sobre lo que se tiene por real, de los sueños sobre ese sueño acartonado que sería la razón en vigilia, vigilante.

Esta historia apresurada sitúa el interés por lo imaginario más allá de una posible moda, como tantas otras que nos han querido convocar en torno a categorías que apenas han sobrevivido unos pocos años. La centralidad del interés por lo imaginario en nuestros días es análoga a la que siempre ha ocupado en otras culturas y semejante a la que, en la cultura occidental, ocupó en la Edad Media, en el barroco o en el
romanticismo. Pero a diferencia de su eclosión medieval y barroca, en que tal irrupción se agotó en su mero manifestarse, ésta de ahora hace de esa manifestación objeto de reflexión y estudio. Ciertamente, ya lo hizo también el romanticismo, aunque de modo más bien intuitivo y con conceptualizaciones tan discutibles y poco afortunadas como las ‘mónadas culturales’ o ‘almas de cada cultura’ spenglerianas, pero también con
teorizaciones que hoy nos resultan bastante más próximas, como las desarrolladas en torno al concepto de ‘visiones del mundo’ que propuso el historicismo alemán.

En la actualidad, la convergencia de estudios en torno a lo imaginario, provenientes de la filosofía, la historia, la psicología, la antropología o la sociología, nos pone por vez primera en condiciones no sólo de valorar cabalmente el impresionante alcance de lo imaginario en todas sus manifestaciones sino también de pensarlo con el potente aparato conceptual y metodológico desarrollado por todas estas disciplinas.

Baste mencionar las decenas de Centros de investigación sobre el imaginario que, al calor de la obra de Gilbert Durand y a la de su maestro Gaston Bachelard, se han ido abriendo en Francia, coordinados desde hace 10 años por el Bulletin de liaison des Centres de Recherches sur l’Imaginaire, o la reciente publicación en España de sendos monográficos de las revistas Anthropos y Archipiélago dedicados a la obra de Cornelius Castoriadis, obra de la que nos ocuparemos más tarde pues ofrece, a mi juicio, una de las teorizaciones más poderosas y sugestivas sobre el tema que nos convoca.

Antes de proponerles para su discusión un ensayo de conceptualización de lo imaginario y cierta metodología para su investigación que venimos desarrollando en torno al análisis de las metáforas en las que se manifiesta, y que en buena medida lo pueblan, permítanme una breve excursión autobiográfica que creo puede ser de utilidad. En estos días se cumplen 10 años de mi primera publicación sobre este asunto, el
libro titulado precisamente Imaginario colectivo y creación matemática. Quiero contarles un poco de cómo se gestó, confiando en su indulgencia para ignorar lo que pudiera haber de narcisismo y en que puedan ser de provecho, en cambio, alguna de las enseñanzas que yo saqué de aquella gestación. Enseñanzas que son fundamentalmente dos. La primera apunta a la potencia de un concepto, éste de imaginario colectivo, que a
mí se me fue revelando capaz de dar cuenta de la crucial influencia de factores sociales, culturales y afectivos en la construcción de esa quintaesencia de la razón pura que se supone es la matemática.


La matemática, considerada como el caso más difícil posible por los propios estudios sociales de la ciencia, cuando se aborda desde las luces y sombras que sobre ella arroja el fondo imaginario que también a ella la nutre, resulta tener muy poco que ver con ese lenguaje puro y universal, que sobrevuela las diferencias culturales y los avatares de la historia, como se nos ha enseñado a verla desde la escuela elemental.
Efectivamente, en el curso de la investigación sobre los conceptos y métodos de demostración matemáticos habituales en los tres casos que seleccioné (la Grecia clásica, la Grecia decadente del helenismo y la China antigua) también las matemáticas se fueron revelando contaminadas por esas impurezas de “irracionalidad” que son los mitos, los prejuicios, los tabúes y las visiones del mundo de cada uno de los tres imaginarios respectivos. Y, recíprocamente, por ser las matemáticas uno de los ámbitos donde la imaginación menos se somete a las restricciones de la llamada realidad, ofrece una de las vías más francas para acceder al fondo imaginario de los pueblos y las culturas. Los cada vez más numerosos estudios de los etnomatemáticos, a cuyo 2º Congreso Mundial, celebrado el pasado verano en Brasil, tuve el honor de dirigirme, ponen de manifiesto que hay tantas matemáticas como imaginarios culturales y cómo en torno a la implantación escolar de las matemáticas académicas se juegan auténticos pulsos de poder orientados a la colonización de los diferentes imaginarios locales.


Así, en la obra de Euclides, que pasaría a la historia como el canon de lo que son legítimamente matemáticas, precipitan todos los miedos, valores y creencias característicos de la Grecia clásica. Su aversión inconsciente al vacío, al no-ser, se condensó, por ejemplo, en su incapacidad para construir nada que se parezca al concepto de cero o de números negativos. ¿Algo que sea nada? Más aún, ¿algo que sea
menos que nada? ¡Imposible! ¡Eso es absurdo, a-topon, no ha lugar!, dictaminaba olímpicamente el imaginario griego. Pero también, ese mismo imaginario que ponía fronteras a lo pensable, alumbraba nuevos y fecundos modos de pensamiento. Así, del gusto griego por la discusión pública en el ágora emergieron originales métodos de demostración en geometría, como la llamada demostración por reducción al absurdo,
que hoy ha conseguido enmascarar ése su origen político. Fue necesario que se agrietara la coraza de esa especie de super-yo colectivo que es el imaginario de la época clásica, y  que afloraran, entremezclados y caóticos, los imaginarios de las civilizaciones

circundantes, para que, entre las grietas del rigor perdido, asomaran los brotes de nuevas maneras de imaginar el mundo y, en consecuencia, también de hacer matemáticas. De esa polifonía bulliciosa de imaginarios en fusión pudo Diofanto extraer operaciones numéricas hasta entonces prohibidas y tender puentes entre géneros como la aritmética y la geometría, cuya mezcla era tabú hasta ese momento. Como todo parto, también el del álgebra (hoy mal llamada simbólica, por cierto) ocurre entre los excrementos y
fluidos magmáticos de los que se alimentó la nueva criatura.

En ese mismo momento (si es que puede decirse que un momento sea el mismo en dos imaginarios diferentes), en el otro extremo del planeta (un planeta que, por cierto, para aquel imaginario no lo era), los algebristas chinos de la época de los primeros Han operaban con el mayor desparpajo con un número cero y unos números negativos que el imaginario griego no podía –literalmente- ni ver. Y no podía verlos
porque, en cierto sentido, el imaginario está antes que las imágenes, haciendo posibles unas e imposibles otras. El imaginario educa la mirada, una mirada que no mira nunca directamente las cosas: las mira a través de las configuraciones imaginarias en las que el ojo se alimenta. Y aquellos ojos rasgados miraban el número a través del complejo de significaciones imaginarias articulado en torno a la triada yin/yang/tao. Si el juego de
oposiciones entre lo yin y lo yang lo gobierna todo para la tradición china, ¿por qué iba a dejar de gobernar el reino de los números? La oposición entre números positivos y negativos fluye así del imaginario arcaico chino con tanta espontaneidad como dificultad tuvo para hacerlo en el imaginario europeo, que todavía en boca de Kant habría de seguir discutiendo si los negativos eran realmente números o no. Y si el tao es el quicio o gozne que articula el va-i-vén de toda oposición, ¿por qué iba a dejar de articular el va-i-vén que engarza la oposición entre los números negativos y los positivos? El cero, como trasunto matemático del tao, emerge así del imaginario colectivo chino con tanta fluidez como aprietos tuvo el imaginario europeo para
extraerlo de un imaginario en el que el vacío (del que el cero habría de ser su correlato aritmético) sólo evocaba pavor: ese horror vacui que preside toda la cosmovisión occidental hasta tiempos muy recientes.

Observamos, de paso, cómo cada imaginario marca un cerco, su cerco, pero también abre todo un abanico de posibilidades, sus posibilidades. La suposición por el imaginario griego clásico de un ser pleno, pletórico, bloquea la emergencia de significaciones imaginarias como la del cero o la de los números negativos, que, de
haber llegado a imaginarlos (como por un momento quiso hacerlo Aristóteles), se le hubieran antojado puro no-ser, cifra de la imposibilidad misma. Pero esa misma plenitud que ahí se le supone al ser será la que alumbre esa impresionante criatura de la imaginación occidental que es toda la metafísica. El imaginario en que cada uno habitamos, el imaginario que nos habita, nos obstruye así ciertas percepciones, nos hurta
ciertos caminos, pero también pone gratuitamente a nuestra disposición toda su potencia, todos los modos de poder ser de los que él está preñado.

La segunda enseñanza a que hacía referencia al comienzo no apunta tanto al contenido y a las características de lo imaginario cuanto al método de investigarlo. Me refiero, en concreto, a la hoy ineludible cuestión de la reflexividad. La mirada, decía Octavio Paz, da realidad a lo mirado. ¿Cómo afecta entonces el imaginario del propio investigador a la percepción de ese otro imaginario que está investigando? ¿Dónde puede estar proyectando los prejuicios y creencias de su tribu (su tribu académica, su tribu lingüística, su tribu cultural? ¿Cómo pueden estar mediatizándole los fantasmas de su imaginario personal, poblado de sus particulares temores, anhelos e intereses? La cuestión no es fácil de abordar, si no es directamente irresoluble, pero esa no puede ser excusa para no enfrentarla. Cuando se elude, suele ocurrir que el imaginario que muchos estudios sacan a la luz no es otro que el del propio estudioso. Y para ese viaje alrededor de sí mismo bien le hubiera sobrado tanta alforja empírica y conceptual. Como a cualquiera que se haya embarcado en este tipo de estudios, también a mí, el haber sido socializado durante veintitantos años en la misma matemática cuya
configuración imaginaria (y, por tanto, contingente y particular) ahora trataba de indagar, reclamaba inexcusablemente una toma de distancia, un drástico extrañamiento. El viaje a los supuestos orígenes (los orígenes, como observara Foucault, siempre son su-puestos) faculta para captar lo que tienen de participio los llamados ‘hechos’, es decir, permite verlos como resultado de un hacerse, y de un hacerse al que van
moldeando los distintos avatares imaginarios que acaban consolidando tal hacerse en un hecho, un hecho -como se dice- puro y duro. Comparadas con las actuales, la consideración de las matemáticas griegas pone de relieve, en efecto, muchos de los prejuicios que arraigan en imaginarios tan diferentes, como tan bien ha puesto de manifiesto uno de los mejores y menos conocidos estudios comparativos sobre el imaginario: La idea de principio en Leibniz, de Ortega y Gasset. Pero no es menos cierto que este tipo de excursiones arqueológicas (en el sentido que Foucault, siguiendo a Nietzsche, da al término), aunque ineludible, no nos aventura fuera de los supuestos y creencias compartidos por ambos imaginarios, el de origen y el originado.

Se me impuso entonces la necesidad de considerar lo que ambos imaginarios, griego y moderno, pudieran tener en común y contrastarlo con un imaginario radicalmente diferente. La inmersión en el imaginario de la antigua China, donde también se habían desarrollado unas potentes matemáticas, llegó a producirme una
fuerte sensación de extrañeza hacia el imaginario greco-occidental. De súbito, aquellas matemáticas cuyos procedimientos y verdades hasta entonces me habían sido indudables se mostraron en toda su efímera, caprichosa y fantasmal existencia. Ya no fueron nunca más “las matemáticas”, sino unas matemáticas, las matemáticas de mi tribu. Unas matemáticas tan exóticas como exóticos puedan parecerme los rituales
funerarios de la tribu más perdida. En el viaje de vuelta, del imaginario chino al que tanto tiempo me había amamantado, había perdido por el camino buena parte de un equipaje que en el de ida no sólo tenía por necesario, sino que llevaba tan in-corporado como los intestinos, los pulmones o cualquier otra parte de mi cuerpo. ¡Se podía pensar (y pensar muy bien, hasta el punto de alcanzar desarrollos que sólo veintitantos siglos más tarde construiría la matemática occidental) sin recurrir a –e incluso negandonuestros sacrosantos principios de identidad, no-contradicción y tercio excluso! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, sustituyendo el incuestionable principio de causalidad por un principio de sincronicidad, que vincula los fenómenos en el espacio (en su espacio) en lugar de encadenarlos en ese tiempo lineal al que nosotros llamamos “el tiempo”)! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, haciéndolo por analogía y no por abstracción! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, sin pretender desgajar un lenguaje ideal, como el de las matemáticas, de su sustrato imaginario, sino manteniendo enredadas el álgebra y la mitología, la aritmética y los ancestrales rituales de adivinación!

A este doble descentramiento, en el tiempo y en espacio, respecto del propio imaginario colectivo, se me vino a añadir un tercer extrañamiento respecto de mi propio imaginario personal, en la medida en que tal distinción, entre imaginario personal y colectivo, puede hacerse. Efectivamente, mi posterior inmersión en la práctica psicoanalítica me permitió encontrar en mi propio imaginario no sólo los impulsos que habían centrado mi interés en las matemáticas sino aquellos otros más específicos que habían seleccionado en éstas precisamente ciertos elementos y no otros. Las leiponta eidé o ‘formas faltantes’ de Diofanto, la operación de resta como apháiresis, ‘sustracción’ o ‘extracción’ en Euclides, la aproximación por Aristóteles entre el ‘vacío’ y un imposible ‘cero’ que temerosa y apresuradamente expulsa al mero ‘no-ser’, los términos con que los algebristas chinos operan sobre sus ecuaciones (xin xiao o ‘destrucción mutua’, wu o ‘vacío’, ‘abismo’, ‘hueco’, jin o ‘aniquilación’)... todos ellos son términos que perfilan una constelación imaginaria muy concreta: la que apalabran las múltiples remisiones mutuas entre la falta, la sustracción, la pérdida, el vacío... Indagando cómo esos diferentes imaginarios habían ensayado hacer frente a ese problema, cómo habían conseguido modelarlo y ahormarlo, había estado yo, a tientas, aprendiendo cómo enfrentarlo en mi propia vida, cómo ahormar mis propias pérdidas y modelar mis vacíos. A la vez que descubrí, a la inversa, cuánto de mis propios temores y anhelos inconscientes se habían estado proyectando en algo tan aparentemente racional como la resolución de sistemas de ecuacioneso grupo inyecta sus significaciones en el imaginario. Ahí es donde se abre la posibilidad de que la colectividad pueda alterarse y recrearse a sí misma; y ahí es también donde se abre la posibilidad de que ciertos grupos sociales conformen según sus intereses las pautas imaginarias con las que el resto de la colectividad se percibe a sí misma.

Segundo, una precaución acaso inútil en días constructivistas como los actuales, pero que nunca está de más señalar. Por decirlo bruscamente, el imaginario no existe; no hay ningún imaginario ahí fuera esperando ser descubierto o comprendido. Como los tipos ideales weberianos, el imaginario sólo está, como concepto o herramienta, en la mente de quien lo postula y lo usa como categoría de análisis. O, por decirlo de otro modo, la realidad del imaginario es imaginaria, como no podía ser de otra manera. Abordemos ahora el asunto de cómo investigar esa realidad imaginaria. ¿Es posible un método que ni deje casi todo a la intuición y felices ocurrencias del estudioso sin anclarle, en el otro extremo, en una serie de figuras más o menos arquetípicas que siempre acaban apareciendo por la sencilla razón de que siempre se pre-su-ponen? Aquí
es donde la metáfora se nos ha revelado, en nuestros trabajos, como un potente analizador de los imaginarios que, sin embargo, se atiene estrictamente a lo que ellos mismos dicen explícitamente. Por así decirlo, en la metáfora el imaginario se dice al pie de la letra; o, en su caso, al pie de la imagen. Al pie, es decir, en aquello en que la letra, la palabra o la imagen se soportan, se fundamentan.

Ya veíamos cómo lo imaginario no puede reducirse a concepto, sino que a él suele aludirse mediante metáforas, que habitualmente tienen por sujeto o tema fenómenos de la naturaleza: flujos, torbellinos, sustratos, afluencias, magmas... Por la misma razón, no son conceptos, ideas o imágenes las que lo pueblan; lo imaginario no sabe de identidades, de esos contornos de-finidos, de-terminados, que caracterizan a
todo concepto, imagen o idea. El imaginario es el lugar de donde estas representaciones emergen, donde se encuentran pre-tensadas. Esa pre-tensión es la que se manifiesta en la metáfora. Cuando alguien dice que cierto cacharro permite ‘ahorrar tiempo’, que ha ‘invertido mucho tiempo’ en una tarea o se angustia ante lo que considera una ‘pérdida de tiempo’, está viviendo el tiempo como algo que se puede ahorrar, invertir y perder, es decir, lo está viviendo como si fuera dinero. Por supuesto, el tiempo no es dinero, pero
tampoco puede decirse que no lo sea en absoluto para esa persona. Para ella, el tiempo es dinero y no es dinero, ambas cosas a la vez. La metáfora es esa tensión entre dos significados, ese percibir el uno como si fuera el otro pero sin acabar de serlo. La metáfora atenta así contra los principios de identidad y de no-contradicción, principios que, sin embargo, se originan en ella como forma petrificada suya.


Efectivamente, como ya planteara Nietzsche y desarrollara Derrida, bajo cada concepto, imagen o idea late una metáfora, una metáfora que se ha olvidado que lo es. Y ese olvido, esa ignorancia, es la que, paradójicamente, da consistencia a nuestros conocimientos, a nuestros conceptos e ideas. Si hay una idea clara y distinta, perfectamente idéntica a sí misma, sin el menor margen de ambigüedad ni contradicción
es, por ejemplo, la idea ‘raíz cuadrada de 9’, que todos sabemos que es 3. Tan claro lo tenemos que nunca se nos ha ocurrido preguntarnos cómo es posible que un cuadrado tenga raíz, como si fuera una berza. Y cómo es posible que esa raíz (o sea, tres) tenga la suficiente potencia para engendrar al cuadrado entero (o sea, para engendrar el 9, que es la potencia cuadrada de 3). Para los imaginarios griego, romano y medieval, imaginarios agrícolas y animistas en buena medida, el número, como tantas otras cosas, se percibía,
efectivamente, como si fuera una planta. Los textos matemáticos de estas épocas están cuajados de metáforas vegetales y alimenticias. Para nosotros, ese ‘como si’ que llevaba a percibir los cuadrados con propiedades de berzas ha perdido toda su pujanza instituyente hasta haberse consolidado en un concepto perfectamente instituido: el concepto ‘raíz cuadrada’. Hemos perdido la conciencia y el sustrato imaginario del símil que hacía vero-símil la metáfora, y lo que era vero-símil se nos ha quedado en simple ‘vero’, verdad pura y simple, es decir, purificada y simplificada del magma imaginario del que emergió. Metáforas como éstas, que hablan de ‘ahorrar tiempo’ o de ‘raíces cuadradas’, llamadas habitualmente metáforas muertas, revelan así las capas más solidificadas del imaginario, aquéllas en las que su cálida actividad instituyente hace
tiempo que se congeló pero que, no por ello, deja de dar forma al mundo en que vivimos. Es más, cuanto más muertas, más informan ese mundo, pues ellas ponen lo que se da por sentado, lo que se da por des-contado, aquello con lo que se cuenta y que, por tanto, no puede contarse: los llamados hechos, las ideas, las cosas mismas. La fuerza de la ideología se asienta principalmente en este tipo de metáforas, que
más que ‘muertas’ yo prefiero llamar ‘zombis’, pues se trata de auténticos muertos vivientes, muertos que viven en nosotros y nos hacen ver por sus ojos, sentir por sus sensaciones, idear con sus ideas, imaginar con sus imágenes. La alienación que caracteriza al discurso ideológico está precisamente en esa ocupación del imaginario por un imaginario ajeno, en el uso de metáforas que imponen una perspectiva que no se
muestra como tal sino como expresión de las cosas mismas, que así resultan inalterables.

Un buen ejemplo puede ofrecerlo la persistencia actual del viejo mito ilustrado del Progreso, construido sobre toda una red de metáforas que presentan el tiempo como espacio y, en consecuencia (consecuencia metafórica, ya que no lógica), la sucesión de momentos como presencia simultánea de lugares. Desde los anuncios publicitarios con que se vende la última versión de cualquier aparato hasta la propaganda política de cualquier partido del arco parlamentario, pasando por los grandes ejes que orientan las políticas de desarrollo a nivel nacional o internacional, todo ello quedaría sin la menor legitimación si en el imaginario del hombre común no estuviera arraigada con toda firmeza esa territorialización del tiempo que le hace habitante, no de este o ese lugar, sino de uno u otro momento. “Los talibanes viven en plena Edad Media”, se repetía sin cesar durante la guerra de Afganistán. Pero lo significativo no es que los políticos y los
medios de comunicación lo dijeran, sino que todos lo entendiéramos sin el menor asomo de extrañeza. Dejando de lado esa otra magnífica metáfora zombi que es la ‘Edad Media’ (la ‘edad’ presentando el tiempo de la historia como si fuera el de un ser vivo, la singularización de cierta edad como ‘media’, como si no lo fueran todas salvo la primera y la última), ¿cómo es posible vivir tan atrás sin, al parecer, conocer ninguna técnica para desplazarse en el tiempo? ¿Ese mismo ‘atrás’, término espacial, por el que todos acabamos de entender ‘antes’, término temporal, no expresa la misma ideología del progreso? Sólo desde ese imaginario ideológico tienen sentido, y son capaces de convencer y conmover, expresiones tan -literalmente- imposibles como habituales, del tipo: “El camino hacia la modernidad”, “salir del siglo XX para entrar en el siglo XXI”, “país atrasado”, “retroceder a un pasado que ninguno queremos”, “el tren del futuro”... Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente. Y no sólo en el lenguaje político
(todo el lenguaje político actual es ilustrado y arrastra la misma voluntad antipopular que ya animó en el s.XVIII a la Ilustración). También en el lenguaje ordinario se expresa, y recrea, de continuo esta percepción. Se dice de algo (ya sea una persona o una sociedad) que está “anclado en el pasado” o que se está “labrando el futuro”, como si el futuro fuera un sitio, aunque aún sin desbrozar, o como si el pasado fuera un lugar en el que uno pudiera quedar anclado, atrapado o atado. Pero las metáforas no sólo conforman las percepciones; junto a los significados, también arrastran sentimientos y valores. Si el futuro se labra es porque es una tierra que se supone fértil y no árida o amenazadora. Si el pasado es un lugar en el que uno se puede quedar atrapado o anclado es porque, al contrario que el futuro, ése no es un buen lugar, ni es fértil ni vale la pena labrarlo: es un lugar del que hay que huir. La oposición con el imaginario de las culturas
tradicionales es frontal y, sin embargo, muchos sectores de éstas expresan sus reivindicaciones precisamente en esos términos, usando esas metáforas. En esa colonización de los imaginarios por otros ajenos es donde opera el trabajo de la ideología.

La metáfora es así al imaginario colectivo lo que el lapsus o el síntoma es al inconsciente o al imaginario de cada cual. Mediante ella sale a luz lo no dicho del decir, lo no sabido del saber: su anclaje imaginario. Caer en que un lapsus es un lapsus, en que una metáfora es una metáfora, es empezar a caer por el hueco que lleva al imaginario. Tras haber caído, ya no es difícil empezar a observar cómo esa metáfora que ha hecho
las veces de síntoma se engarza con muchas otras, constituyendo una tupida red en la que queda atrapada toda una parcela de la realidad. Una red en la que las conexiones, los enredos, no son azarosos, sino que obedecen a una ‘lógica’ que es la lógica del imaginario. Esa lógica, que atenta contra todos los tenidos por principios lógicos, no es, evidentemente, accesible de modo de directo. Pero sí puede entreverse a través,
precisamente, de la manera en que unas metáforas enlazan con otras, la manera en que unas llevan a otras, o bloquean la aparición de otras, la manera en que unas entran en conflicto con otras... Sobre la lógica del imaginario tiene bastante más que decirnos el arte de la retórica que los métodos de la epistemología; es ese arte el que puede proporcionarnos un método de investigación sistemática y empírica del imaginario que
parece bastante fructífero.

Hasta aquí, hemos sugerido la utilidad del análisis metafórico para indagar la dimensión instituida del imaginario, para bucear en sus pre-su-puestos y preconcepciones. Terminemos mencionando su provecho para explorar también su dimensión instituyente, ésa de la que emergen la creatividad y el cambio social. Por
oposición a las metáforas muertas o zombis, podemos hablar de metáforas vivas, aquéllas que establecen una conexión insospechada entre dos significados hasta entonces desvinculados, aquellas que, abruptamente, ofrecen una nueva perspectiva sobre algo familiar y nos hacen verlo con nuevos ojos (o saborearlo con un paladar aún sin estrenar). Metáforas vivas lo son, por antonomasia, las metáforas poéticas. Quien me
apuntó que en el cante flamenco había ‘sonidos negros’ me hizo oír lo que no había oído nunca: el sonido de los colores. De igual modo, en la emergencia y consolidación colectiva de nuevas metáforas se expresa, y se recrea, la autonomía del imaginario para rehacerse a sí mismo, para alterarse bajo configuraciones nuevas. Qué duda cabe de que aquellos burgueses ilustrados que se percibían a sí mismos como habitantes del tiempo tuvieron que resultarles bien extraños a la mayoritaria población campesina que se identificaba como lugareña, como habitantes de este o de aquel lugar. Sin embargo, las metáforas, entonces vivas, en las que el nuevo habitáculo temporal empezaba a decirse hoy son moneda corriente, poesía congelada. No menos debía extrañar a los abuelos de esos campesinos, tan analfabetos como ellos, que un tal Galileo viniera a decirles que la naturaleza era un libro, negándoles así cualquier capacidad de conocerla, a ellos, que
venían hablando con ella y entendiéndola desde hacía siglos. Sin embargo hoy, toda la investigación sobre la secuenciación del ADN se funda en esa misma metáfora. Hay, pues, metáforas vivas que se consolidan, alterando toda la vida de la colectividad.

Evidentemente, no toda metáfora viva tiene capacidad –o expresa- un cambio social radical. No son los poetas quienes hacen la historia, sino la capacidad poética colectiva. Para que una metáfora nueva, o una constelación de metáforas, exprese –o impulse- un cambio en el imaginario son necesarias al menos tres condiciones. Primero, es necesario que esa metáfora sea imaginable o verosímil desde un imaginario dado,
pues cada imaginario, como veíamos, perfila un cerco que bloquea determinadas asociaciones. El imaginario griego clásico no podía establecer enlaces metafóricos entre la geometría y la aritmética, por lo que fue necesario un cambio radical de imaginario para que pudieran empezar a formularse las metáforas sobre las que se construyó lo que más tarde se llamaría álgebra.

Segundo, hace falta también que la metáfora viva, una vez concebida, encuentre un caldo de cultivo adecuado para crecer y consolidarse. Y ese caldo de cultivo no puede ser sino social, integrado al menos por algunos grupos para los que la nueva percepción tenga sentido y valga la pena. La historia de la ciencia está llena de ejemplos de metáforas originales que fueron ignoradas o incluso ridiculizadas en el momento de
su formulación y que hubieron de esperar a que alguien, ya desde otro imaginario diferente, las recuperase y las viera aceptadas por un entorno social más propicio. Una forma habitual de generar metáforas vivas que, no obstante, obtengan cierto consenso social es alterar o invertir una determinada constelación de metáforas zombis. Así, podemos invertir todas las metáforas que localizaban el tiempo en el imaginario ilustrado y generar un imaginario anti-ilustrado. En lugar de “atados al pasado” podemos hablar de estar “atados al futuro” y, de repente, toda una serie de figuras  irrumpen en el escenario: quienes han hipotecado su presente en créditos, planes de pensiones y seguros de vida; los ciudadanos que han de apretarse el cinturón al haberse comprometido sus Estados a “entrar en la modernidad”... Comparada con la naturalidad con que aceptamos la metáfora “atados al pasado”, estar “atados al futuro” resulta una expresión chocante, como chocante es toda metáfora viva, pero no tanto como para que carezca de sentido, pues se limita a recombinar de otro modo asociaciones que, de por sí, ya eran posibles en el imaginario ilustrado. El futuro al que ahora nos percibimos atados no deja de ser un lugar, tan lugar como antes era el pasado. Esa verosimilitud de las metáforas vivas obtenidas por alteración de otras muertas es la que hace probable
que encuentren terreno abonado en algunos grupos sociales para los que, además de tener sentido, pueden resultar valiosas. Tal es el caso de los movimientos de rebeldía frente a políticas que llevan a un futuro al que no se quiere ir, como ciertos sectores del movimiento antiglobalización (por cierto, ésa del ‘futuro global’, el futuro como un globo es quizá la última metáfora de esta estirpe) o el de ciertas culturas indígenas que
hoy se reorientan a “labrar el pasado” para cultivar en él los frutos que el “camino hacia la modernidad” ha prometido tanto como ha frustrado. La inversión de metáforas permite así detectar, y promover, cambios profundos en el imaginario. Cambios que, aunque dentro de las coordenadas que impone ese imaginario, pueden llegar a provocar un cambio de sistema de coordenadas o incluso -por seguir con esta metáfora
cartesiana-, tal vez, a un cambio en el imaginario radical que sustituya las coordenadas como matriz espacial en la que hayan de situarse las cosas y los acontecimientos. En tercer lugar, no es menos necesario que esa metáfora desbanque a otras que se le oponen y consiga ocupar su lugar, al menos en espacios sociales suficientemente amplios. La lucha por el poder es, en buena medida, una lucha por imponer las propias
metáforas. En esto el imaginario burocrático está apenas estudiado, pese a su descomunal poder de creación de realidad. Recuerdo el análisis que hacía una doctoranda mía que estaba trabajando sobre un conflicto entre un grupo de mariscadoras gallegas y la Administración local. Llegados a un punto que reclamaba un diálogo, la Administración impuso la metáfora que para ella era natural: había que constituir una
‘mesa de negociación’. Ya daba igual lo que en esa mesa pudiera acordarse, apuntaba mi alumna, sólo por haber asumido la metáfora las mariscadoras habían perdido la batalla, como de hecho la acabaron perdiendo. La mesa es lugar natural de negociación para el burócrata, el habitante natural de los despachos, pero no lo era para aquellas mujeres. Para ellas, el lugar donde se discutían los asuntos comunes, donde se
negociaba y se tomaban decisiones, es decir, el lugar propiamente político, el lugar de poder y, en este caso, de poder femenino, era la playa, esas playas donde se reunían con ocasión de mariscar. La mesa como lugar político era para ellas un lugar extraño, terreno enemigo. Hubieran debido, concluía la perspicaz doctoranda, acuñar su propia metáfora e imponérsela a aquellos políticos, hubieran debido llevarles a la ‘playa de
negociaciones’. Las decisiones habrían sido muy diferentes. Esto es todo. Espero, si no haberles ilustrado, sí al menos haberles contagiado algo de mi interés por las metáforas, esos sorprendentes habitantes del imaginario.

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