miércoles, 27 de junio de 2012

LA REALIDAD QUE SE PERCIBE, SE MIDE Y SE TRASFORMA: MÉTODOS Y TÉCNICAS PARA LA PARTICIPACIÓN SOCIAL

En otros momentos de estas Jornadas se han tratado los fundamentos políticos de los procesos participativos y, con ello, su compromiso con un planteamiento transformador. Es ahora el momento de dar un paso adelante en el plano metodológico, planteando estrategias para conducir este tipo de procesos, siempre teniendo en cuenta, por un lado, este planteamiento político-ideológico y, por el otro, la necesaria flexibilidad que toda metodología debe tener en cuenta para adaptarse a la constante imprevisibilidad e incontrolabilidad de las relaciones sociales. Es justamente en este sentido que las estrategias metodológicas deben permitir poner en juego los instrumentos más adecuados que se requieran en cada momento.

Estas estrategias metodológicas las solemos englobar bajo el nombre de Investigación Acción Participativa (IAP), con lo que de alguna manera señalamos sus tres grandes puntos de partida: se trata de una producir conocimiento –y, por lo tanto, investigación–, se trata de intervenir en la realidad social –acción colectiva–, y se trata de hacerlo con la participación activa de los sectores potencialmente implicados. Y, además, estos tres pilares se entienden formando parte de un mismo proceso (cuando promovemos el autoconocimiento de nuestro entorno estamos interactuando con éste y somos partícipes de su transformación: estamos haciendo camino al andar).

En primer lugar se plantea una estrategia transversal a lo largo de una IAP, que es lo que se puede llamar como “intervención en las redes sociales”; seguidamente se presentan las principales etapas del proceso metodológico y, en los últimos apartados, el papel que en ellas juegan las técnicas utilizadas.

1. Una metodología para transformar las redes sociales

Hablar de democracia participativa (en en plano ideológico) y de metodologías participativas (en el estratégico) significa, en última instancia, hablar de cómo las personas y los grupos sociales se relacionan entre ellos para actuar colectivamente, siendo cada parte sujeto activo de esta acción.
Las metodologías participativas parten, pues, de un planteamiento relacional: se trata de construir nuevas pautas de relaciones sociales para transformar la realidad existente, desde el supuesto de que lo que las personas son, piensan y hacen (su acceso a los recursos, su comportamiento, sus normas y valores), se explica por su posición en las estructuras de relaciones sociales. Esto se puede abordar de dos formas distintas:
  • Desde un planteamiento técnocrático: el técnico/investigador “estudia” y “analiza” cómo se relacionan los agentes y cómo se deberían relacionar. Amparado en su saber científico, el investigador realiza “propuestas de intervención”, es decir, nuevas formas de relación entre agentes y colectivos. Pero este planteamiento tiene limitaciones no sólo éticas sino también metodológicas, ya que no se pueden “imponer” a los agentes sociales pautas de relaciones sin contar con ellos: aun suponiendo que se pudiesen realizar recomendaciones sobre cuáles son las relaciones óptimas desde un punto de científico, ello requeriría que todas las partes implicadas las validasen.
  • Desde un planteamiento participativo: En vez de que el investigador se dedique a “predicar” sus soluciones a agentes que quizás vayan en otra dirección, es enormemente más sencillo abrir procesos de reflexión y relación colectiva a partir de los síntomas que se plantean, y es justamente a lo largo de estos procesos que se van construyendo nuevas relaciones. Este planteamiento permite no únicamente transformar las relaciones, sino también construir posicionamientos, proyectos y estrategias.
Desde este planteamiento, la IAP se puede entender como una metodología que debe permitir a los agentes “recrear las redes sociales”: es decir, transformar-las desde la (auto)reflexión sobre las estructuras existentes.
Tres elementos a tener en cuenta sobre la “naturaleza” de las redes sociales:
  • Son sistemas dinámicos: Toda estructura social tiende a apoyarse sobre relaciones de dominación y desigualdad entre sus miembros. Esta estructuración, aunque relativamente estable –puesto que el interés de los grupos con mayor poder es de mantener las pautas de relaciones existentes– es también fuente de conflicto permanente y, con ello, fuente de constante cambio. La “intervención en redes” debe partir de esta base: no vamos a “transformar” algo inmanente, sino a “acompañar” procesos de cambio desde las relaciones de conflicto existentes.
  • Son sistemas abiertos: Todas las redes sociales forman parte de sistemas más amplios. Y no me refiero sólo a la relación micro-macro (toda red local tiene sus vinculos globales) sino también, y sobretodo, a la interrelación entre múltiples redes locales, formadas por sujetos con múltiples pertenencias (no ya a un grupo social sino a un conjunto de grupos): ¿A qué red pertenecemos cada uno de nosotros? Cómo trabajadoras, como madres, como vecinas, etc. interactuamos con múltiples ámbitos relacionales que desde este planteamiento son interdependientes: por ejemplo, cómo vecinas estamos hartas de los grupitos de adolescentes (“esos”, los de la otra red), pero como madres reivindicamos que “nuestros” jóvenes tengan sus espacios de relación. Esta pertenencia a múltiples redes consituye una de las claves de su transformación
  • Son sistemas complejos: Las redes sociales se componen de múltiples nodos (personas, grupos, organizaciones e instituciones) que interactúan entre si y que generan nuevas formas de relación emergentes que van más allá de los límites de la predecibilidad. En otras palabras: los procesos sociales son, hasta cierto punto, imprevisibles e incontrolables, y ninguno de sus agentes es capaz de tener una visión global sobre lo que en ella sucede. No es el objetivo de las metodologías participativas “controlar el trabajo en red” o “predecir cambios en la red”, sino ser conscientes de sus oportunidades y amenazas para poder catalizar procesos de transformación
Desde este planteamiento, en las redes locales se suelen distinguir varios niveles de agentes: administración (con un nivel político-insitucional y otro nivel técnico y de servicios) y ciudadanía (donde a su vez podemos identificar niveles más formalizados –asociaciones, entidades–, informales –grupos de afinidades, grupos de presión– y colectivos sociales no organizados). La estrategia metodológica debe conducir un proceso dirigido hacia la construcción de redes locales que sean más ciudadanistas que gestionistas (en los que la “política” se negocia entre las administraciones y las cúpulas asociativas, excluyendo a la base social) o tecnicistas (en los que la administración tiende a prescindir de la ciudadanía organizada acusándola de ser “poco representativa”) (Villasante, 1998).

¿Qué significa una red ciudadanista? Más que una realidad, es un “tipo-ideal”, un modelo de relaciones hacia el que apostamos, y que podemos definir como sistemas de relaciones:
  • Multicéntricos. Redes con múltiples centros que representan una alternativa al “paradigma de la pirámide” (de centro único) y al “paradigma del archipiélago” (donde cada unidad, aislada de otra, funciona por sí misma sin ninguna conexión entre sí). Ningún agente controla ni tiene un conocimiento global de la red, ni tampoco es capaz de dar por si mismo una respuesta global a las necesidades de la comunidad (Dabas, 1998).
  • Interdependientes. La noción de interdependencia alude, de una parte, a la autonomía que mantienen los agentes de la red basada, a su vez, en la interrelación con otros agentes (que enriquece y potencia esta autonomía y optimiza la fuerza global de la red). Se habla, en este sentido, de “autonomía relativa” o de “autoridad no soberana”.
  • Basados en alianzas estratégicas entre agentes, que conforman conjuntos de acción (subredes que se caracterizan por su cohesión y por compartir los mismos intereses, objetivos y estrategias).
  • Fundamentados en las bases sociales. El liderazgo de una red ciudadanista, además de ser compartido (en tanto que red multicéntrica) está fundamentado no tanto en un reconocimiento formal sino en la capacidad para trazar puentes entre las minorías organizadas y las bases ciudadanas.
  • Sustentabilidad. Una red ciudadanista tiende hacia la autosustentabilidad, en el sentido de que su supervivenvia no depende permanentemente de recursos externos sino de la “fuerza social” que haya movilizado.
2. La metodología participativa como proceso
Una metodología que “se hace camino al andar”, que construye las redes desde el mismo momento en el que se pregunta sobre ellas, es necesariamente una metodología que se define sobre el proceso y que, sobretodo, trabaja sobre la idea de proceso que aprende de si mismo, pero que a su vez, y en tanto que metodología, es conducida por algún “experto metodológico”, es decir, una persona o equipo que pone en juego estrategias y métodos que, según el tipo y momento del proceso en el que nos encontremos, pueden acompañar, motivar, dinamizar, catalizar, asesorar, coordinar, etc. su desarrollo.

En estos procesos podemos distinguir grandes etapas que suelen ser comunes, y que podemos representar gráficamente como ciclos de apertura y de cierre. Los primeros se refieren a fases que son básicamente expansivas: buscamos movilizar, implicar más agentes, introducir más puntos de vista en el debate, promover la reflexión y creatividad colectiva al analizar los problemas y buscar soluciones, más allá de convocar a “los de siempre” y de aportar las “recetas tecnocráticas” que ya conocemos. Con los ciclos de cierre, en cambio, buscamos la concreción, la decisión y los compromisos (que requerirán, seguramente, procesos de negociación y consenso); unos ciclos no pueden entenderse sin otros (Pindado, 2002; Villasante, 1998).

Avanzando un poco más en la concreción de esta estrategia metodológica, aunque sin dejar de ser conscientes de su necesaria flexibilidad y adaptabilidad a cada proceso específico, podemos identificar las principales etapas que suelen ser comunes y que se detallan en el cuadro adjunto (Martí, 2000):
Etapas de una Investigación Acción Participativa
Planteamiento político-metodológico
  •  Detección de síntomas
  •  Demanda y negociación inicial
  •  Delimitación de objetivos y estrategia metodológica
El planteamiento inicial debe responder fundamentalmente a las siguientes cuestiones: ¿Para quién y para qué se hace?¿Por qué? ¿Cómo? ¿Cuándo?. Las primeras preguntas van asociadas a una (auto)reflexión y negociación sobre lo que se está planteando: cuáles son las finalidades del proceso, qué efectos tendrá sobre la comunidad, o cómo nos ubicamos en el mismo; esta ubicación será distinta si el proceso se inicia desde una administración, que sí se hace desde una asociación o grupo organizado; en el primero caso, deberá dejarse claro a la ciudadanía qué implica y cuáles son los compromisos que adopta en relación a la metodología y a los resultados; pero la misma lógica se puede aplicar a otros organizaciones: cuál es la finalidad perseguida y qué se está pidiendo a los agentes implicados. Las preguntas ¿por qué?, ¿cómo? y ¿cuándo? conviene que sean respondidas en un proyecto que defina cuáles son los objetivos que se persiguen, cuál va a ser la metodología seguida y en qué fases y tiempos se va a desarrollar.
Ciclo de apertura: diagnóstico y propuestas
  • Movilización. Dinamización en proceso y constitución de niveles de implicación continua y de seguimiento
  •  Diagnóstico: ¿Qué es lo que hay? ¿Cómo lo vemos?
  •  Producción de ideas-fuerza, propuestas generales: ¿Qué podemos hacer?
El ciclo de apertura es, en primer lugar, un proceso de movilización: se trata de difundir lo que se está haciendo, de implicar a los agentes en el proceso y provocar que se lo hagan suyo, asesorándoles y capacitándoles si es necesario, y de empezar a “intervenir” en las redes (a veces acompañando, a veces sacudiendo). Aquí hay muchos aspectos que tienen que ver con las relaciones más informales que vamos construyendo, pero también es importante crear espacios formales a dos niveles:
  • Un Grupo de Investigación Acción Participativa. Equipo de trabajo plural formado por unos pocos vecinos y/o técnicos de base (3-5 personas) que participa activamente en el día a día del proceso conjuntamente con el equipo técnico. El objetivo del GIAP es llegar a ser un grupo “conformado” (grupo estable con identidad propia y con alta capacidad de interlocución, reflexión y acción), aunque hay que ser consciente que en determinados contextos no logra traspasarse la barrera de un grupo “informado” (conjunto de personas con menor disponibilidad y compromiso que siguen el proyecto con cierta asiduidad y que ejercen de informantes cualificados) (Basagoiti y Bru, en Villasante y otros, 2000).Una Comisión de Seguimiento que reune a representantes institucionales, entidades y otras personas potencialmente implicadas en el proceso, con el objetivo de realizar su seguimiento, supervisión y debate. Aunque con encuentros periódicos, es importante que la CS no interfiera en el día a día, no porque no se quiera la participación de los dirigentes, sino porque su presencia constante podría alterar el contacto con las bases sociales.
Pero esta dinámica movilizadora difícilmente se conseguirá en el vacío, sin un “contenido” que lo acompañe; este contenido tiene dos niveles, que frecuentemente se encabalcan:
  • En la realización de un diagnóstico compartido que identifique “qué es lo que hay” en la comunidad (su población y sus condiciones de vida, sus recursos, los grupos y sus redes de relaciones).
  • Desde la base del autodiagnóstico, es decir, habiendo reflexionado sobre las cosas que nos rodean, estamos en condiciones de ser creativos, de abrirnos a nuevas ideas y nuevas propuestas de las que nos sentimos partícipes no sólo porque las hemos aportado nosotros, sino también, y sobre todo, porque han salido de una implicación y apropiación del problema. Decimos que es un proceso creativo porque no se trata sólo de “buscar” y de “sumar” ideas, sino también, y sobretodo, de producirlas: lo que tenemos que buscar aquí es el intercambio y la reflexión colectiva en el interior de los grupos implicados y entre éstos.

Ciclo de cierre: conclusiones y programación
  •  Recreación de las redes: negociación y consenso de un programa de acción
  •  Construcción participada de objetivos y propuestas de acción
El ciclo de apertura suele llegar a un momento que denominamos de “saturación”, en el que se ha cubierto todo el universo discursivo y propositivo posible: ya no se producen nuevas ideas. Solemos iniciar entonces un ciclo de cierre: de construir consensos, de negociar –si es necesario hacerlo– y, al fin y al cabo, de “recrear” las relaciones (en el sentido que no se trata tanto de “inventar” nuevas relaciones sino partir de las existentes) y de programar –tareas, agentes y tiempos–, y todo eso tiene que poder hacerse dentro del mismo proceso participativo, combinando oportunidades para todos y eficacia. En estos procesos pueden ser importantes técnicas de trabajo grupal y planificación, pero una dimensión fundamental son los roles y compromisos de futuro que los agentes adopten sobre las decisiones que se van tomando, y que en última instancia dependerán del grado en el que se hayan apropiado el proceso más que del uso de técnicas concretas.
Reapertura
  •  Puesta en marcha
  •  Evaluación continua
  •  Nuevos síntomas. Rediagnóstico
El cierre se concreta con el acuerdo y la programación. Pero se trata siempre de un cierre provisional y dinámico, que se vuelve a abrir en la puesta en marcha de las acciones, iniciando un nuevo ciclo de apertura (de evaluación continuada, de rediagnóstico de los cambios y nuevas realidades). Desde este planteamiento, un proceso participativo no empieza ni acaba: es más una cultura de la acción que no un proyecto acotado temporalmente; una cultura en la que expansión y síntesis se encabalcan constantemente retroalimentando el proceso ante los nuevos retos planteados.

3. Los métodos y las técnicas en la IAP

La metodología participativa no renuncia a los métodos y técnicas tradicionalmente usados en ciencias sociales (cualitativos y cuantitativos) sino que los integra conjuntamente con otras técnicas más específicamente orientadas a momentos de dinamización y participación. Disponemos, por lo tanto, de un amplio abanico de herramientas, pero lo realmente importante es saber cuando hay que poner en juego unas u otras. Básicamente las distintas técnicas que utilicemos nos han de permitir abordar tres grandes objetivos o dimensiones del proceso:

a) Dinamizar y movilizar (dimensión movilizadora)
La dimensión movilizadora interviene directamente en lo que podríamos llamar la “dinamización” y la “recreación” de las redes sociales, es decir, en la capacitación de los agentes, el fortalecimiento de las relaciones existentes y la promoción de su capacidad de intervención en estas relaciones. Apuntar hacia la dimensión movilizadora significa alimentar el proceso en el sentido de que la comunidad tenga capacidad para intervenir en el debate social y para desarrollar estrategias con relación al tema tratado y a sus propios objetivos; en definitiva, capacidad de acción. Las técnicas participativas son aquí las más potentes.
b) Identificar y producir discursos y posicionamientos (dimensión discursiva)

Se trata aquí de trabajar sobre los discursos y posicionamientos de los agentes: para identificarlos, para producirlos (desde un planteamiento autoreflexivo y creativo) y para construir consensos que contribuyan a desbloquear y superar situaciones de conflicto y desigualdad. Las técnicas cualitativas son las de mayor potencial para abordar esta dimensión.

c) Obtener conocimientos sobre los aspectos más objetivables de la realidad social (dimensión descriptiva)
La dimensión descriptiva apunta a la identificación de lo que podemos denominar los “recursos objetivos” de la comunidad: la caracterización sociológica del territorio y del tema tratado, la identificación de acontecimientos significativos, y el mapeo de los agentes y sus relaciones, que entendemos también como recursos del territorio. Este es un terreno en el que las técnicas cuantitativas son especialmente potentes.

De alguna forma, cualquier técnica que pongamos en juego dentro de una estrategia de trabajo proceso estará interviniendo a la vez en las tres dimensiones; sin embargo, cada una de ellas tiene una mayor potencia en una u otra dimensión. El siguiente esquema proyecta las principales técnicas de referencia sobre las tres dimensiones de intervención. En cualquier caso, se trata únicamente de un esquema indicativo y genérico; en su aplicación concreta cada técnica pueden “acercarse” más a unas u otras dimensiones.

Las técnicas se pueden agrupar de la siguiente forma:
  • Sociogramas y análisis de redes sociales. Mas allá de la teoría de redes sociales como principio teórico y metodológico, que es de por si una lógica de trabajo transversal en las metodologías participativas, existe un instrumento que se suele utilizar para traducir de forma operativa una estructura de relaciones: el sociograma. El sociograma puede ser utilizado con fines descriptivos, pero más allá de éstos es un instrumento especialmente potente cuando se trabaja conjuntamente con material cualitativo (posicionamientos de los agentes) y momentos movilizadores (sociograma como espejo).
  • Técnicas cualitativas. Se trata de técnicas observacionales y conversacionales plenamente consolidadas en las ciencias sociales (especialmente observación participante, entrevistas individuales y grupales). En algunos casos pueden tener un componente informativo-descriptivo; en otros pueden contribuir a dinamizar las relaciones inter o intragrupales. Pero donde las técnicas cualitativas tienen mayor potencial es en la identificación/producción de posicionamientos, al permitir e incentivar la autorreflexión y la profundización en los discursos (por lo general, podemos considerar que las técnicas cualtitativas permiten una mayor riqueza discursiva con respecto a las participativas, mientras que estas últimas son más útiles cuando lo que priorizamos es la síntesis grupal in situ).
  • Técnicas cuantitativas. Las técnicas cuantitativas cumplen un papel básicamente descriptivo-informativo en tanto que permiten ilustrar, medir o contrastar explicaciones e interpretaciones que los agentes de la comunidad dan sobre su realidad cotidiana. Tienen también su dimensión cualitativa (los datos se interpretan y la forma lógica de hacerlo desde la IAP es a partir de los discursos de la comunidad) y movilizadora (los datos se producen para algo, se interpretan para algo y producen unes determinados efectos sociales).
  • Técnicas participativas. Bajo este epígrafe se pueden englobar un conjunto de dinámicas (talleres u otros tipos de actividades) que tienen por objetivo la participación directa de un número limitado de personas en una actividad que provoque la (auto)reflexión sobre un determinado tema, y que concluye sancionando unas conclusiones de consenso que son asumidas por sus participantes. Son, por lo tanto, técnicas que intervienen básicamente sobre la dimensión más movilizadora de un proceso, al mismo tiempo que permiten identificar los distintos posicionamientos presentes en una comunidad.
En los siguientes apartados se realiza una breve caracterización de las técnicas y de su aplicación en el marco de la investigación acción participativa. Lógicamente no se tratarán en profundidad sino a título puramente identificativo. Para un mayor conocimiento puede recurrirse a la bibliografía reseñada.

4. El sociograma como técnica transversal para mapear y recrear relaciones
En el sociograma se proyectan distintos nodos que representan a los agentes del territorio (políticos, técnicos, empresariales, asociativos, grupos y sectores vecinales, etc.) y las relaciones existentes entre estos nodos (más fuertes o más débiles, positivas o de conflicto).
El mapa social puede jugar diferentes funciones a lo largo de estos procesos:
  • Identificar y ubicar los entornos presentes en una comunidad tiene un valor de diagnóstico importante, al mostrar sintéticamente los recursos existentes y al agruparlos según su grado de vinculación o posicionamiento con relación a una determinada problemática. Esto se convierte ya en un elemento catalizador que permite mostrar “quién está” en un proceso, “quien no está”, “quién podría estar” y “quién impide que seamos más”: nos ayuda a globalizar y a pensar colectivamente, y nos permite consensuar los diferentes entornos y niveles que hace falta ir a buscar e implicar, más allá de las percepciones parciales que se tengan desde cada sector.
  • Pero más allá de esta lectura estática –el mapa social no deja de ser una pura descripción–, es también un instrumento de movilización grupal: nos permite definir quiénes somos (nosotros, los que estamos organizados), los nuestros (la base social), con quién podemos contar y cooperar (los aliados), a quien tenemos que persuadir (los indiferentes) y a quién hemos de aislar (los oponentes), desde la base de que avanzar en el conflicto no consiste en vencer a los oponentes, sino en buscar alianzas y construir consensos con otros actores.
  • Y, derivado del punto anterior, el estudio de las relaciones permite identificar cuáles son aquellas relaciones a potenciar para provocar dinámicas transformadoras: buscando puntos en común entre los agentes implicados en estas relaciones, promoviendo complicidades y confianzas mutuas, abriendo espacios de diálogo en los que se desarrollen autodiagnósticos y proyectos compartidos, y definiendo estrategias de incidencia.
Es importante destacar las limitaciones del análisis de redes sociales cuando se aplican a procesos de intervención. La red es una plasmación estática, estructural, que tiende a mostrar relaciones cristalizadas, mientras que un proceso participativo opera en una lógica eminentemente dinámica. En este sentido, es importante pensar en la noción de “sociograma en proceso”, trabajando en las tendencias, oportunidades y amenazas de las relaciones existentes. Además, puede ser útil realizar sociogramas en distintos momentos del proceso, por ejemplo:

• Un sociograma al principio, como diagnóstico previo y para conocer las instituciones/asociaciones/grupos que conforman el mapa social. Puede ser útil para ubicarnos en el proceso, para identificar las posiciones sociales a entrevistar o dinamizar y las relaciones sobre las que trabajar.
• Un sociograma intermedio puede ser útil para identificar cómo están cambiando las relaciones y de  alguna forma evaluar el proceso en el mismo proceso.
• Un sociograma en la etapa de cierre o bien al inicio de la puesta en marcha de las propuestas desarrolladas puede ser un instrumento para ser conscientes de las relaciones y conjuntos de acción hacia los que nos dirigimos.

En la bibliografía adjunta puede encontrarse una mayor concreción sobre como construir, interpretar e intervenir con sociogramas, lo que en última instancia dependerá de la temática abordada y los objetivos perseguidos (Lozares, 1998; Martín, 2001). En el gráfico adjunto se muestran algunos elementos a tener en cuenta en el análisis; conceptos clásicos del análisis de redes sociales, como la capacidad de intermediación de un actoro la fuerza de los vínculos débiles, aportan mucho a la hora de abordar elfortalecimiento de redes vecinales, por su capacidad para trazar puentesentre actores o situaciones que sin estar completamente desconectadospermanecen relativamente aislados En última instancia, y utilizado conjuntamente con otras técnicas (cualitativas, cuantitativas y participativas), el sociograma debe permitir identificar los distintos entornos presentes en una comunidad, y estrategias para avanzar hacia conjuntos de acción más  ciudadanistas y pluralistas, que desborden las estructuras existentes: al potenciar determinadas relaciones débiles, se aislan alianzas que reproducen situaciones de bloqueo y se abren nuevas relaciones que pueden incentivar la participación de agentes que habían quedado aislados; la base social finalmente movilizada pasará a ser una plataforma dinamizadora de la comunidad, un conjunto de acción ciudadanista (Villasante, 1998):

5. El uso de técnicas cualitativas
Los métodos cualitativos son especialmente potentes para identificar las dimensiones subjetivas e intersubjetivas de la realidad social, aspectos en los que, aunque no tienen la capacidad de medición que pueden tener los métodos cuantitativos (encuestas de opinión), nos aportan una riqueza infinitamente superior. Nos interesa aquí especialmente el cómo las cosas son percibidas, cuáles son los puntos de vista, los posicionamientos existentes y cómo se van construyendo a lo largo del proceso.
El uso de estas técnicas es fundamental en dos sentidos:
  • Para identificar cuáles son los temas que están encima de la mesa y por lo tanto que deben ser objeto de debate, y además para hacerlo identificando en qué posiciones se sitúa cada uno desde su forma de ver las cosas.
  • Para dar “profundidad” a los consensos producidos mediante técnicas particiativas.
Se trata, en ambos casos, de “cruzar” los temas/posicionamientos con el sociograma, obteniendo una matriz que muestre los discursos sobre los objetivos planteados desde las distintas posiciones sociales sobre los objetivos planteados, e ir identificando:
• Lo que se dice desde cada posición social.
• Lo que no se dice desde determinadas posiciones sociales y sí desde otras.
• Lo que es compartido entre varias posiciones sociales (detección de problemas y necesidades que se repiten desde distintos sectores).
• Lo que se contradice entre distintas posiciones sociales (planteamientos opuestos que remiten a conflictos de intereses en la estructura social).
• Lo que se contradice desde una misma posición social (fruto de la multipertenencia a varias redes, y que nos puede dar la clave de cuáles son los puntos de encuentro entre posiciones distintas).
Por ejemplo, el cuadro adjunto muestra algunas de estas posibilidades bajo el supuesto de dos posiciones o grupos y cuarto discursos: el discurso A es compartido por las dos posiciones representadas, mientras que el C sólo es mantenido por los primeros. Los discursos B y D, en cambio, enfrentan directamente a ambos grupos, pero es que resulta que el discurso D es contradictorio con el C, mantenido desde la misma posición (por ejemplo, jóvenes quejándose de la represión policial por reunirse en plazas públicas y adultos que a la vez que reclaman más zonas verdes, se quejan de la "inseguridad" que representa la presencia de grupos de jóvenes en las plazas del barrio).

5. El uso de técnicas cualitativas

Los métodos cualitativos son especialmente potentes para identificar las dimensiones subjetivas e intersubjetivas de la realidad social, aspectos en los que, aunque no tienen la capacidad de medición que pueden tener los métodos cuantitativos (encuestas de opinión), nos aportan una riqueza infinitamente superior. Nos interesa aquí especialmente el cómo las cosas son percibidas, cuáles son los puntos de vista, los posicionamientos existentes y cómo se van construyendo a lo largo del proceso.
El uso de estas técnicas es fundamental en dos sentidos:
  •  Para identificar cuáles son los temas que están encima de la mesa y por lo tanto que deben ser objeto de debate, y además para hacerlo identificando en qué posiciones se sitúa cada uno desde su forma de ver las cosas.
  • Para dar “profundidad” a los consensos producidos mediante técnicas particiativas.
Se trata, en ambos casos, de “cruzar” los temas/posicionamientos con el sociograma, obteniendo una matriz que muestre los discursos sobre los objetivos planteados desde las distintas posiciones sociales sobre los objetivos planteados, e ir identificando:
• Lo que se dice desde cada posición social.
• Lo que no se dice desde determinadas posiciones sociales y sí desde otras.
• Lo que es compartido entre varias posiciones sociales (detección de problemas y necesidades que se repiten desde distintos sectores).
• Lo que se contradice entre distintas posiciones sociales (planteamientos opuestos que remiten a conflictos de intereses en la estructura social).
• Lo que se contradice desde una misma posición social (fruto de la multipertenencia a varias redes, y que nos puede dar la clave de cuáles son los puntos de encuentro entre posiciones distintas).
Por ejemplo, el cuadro adjunto muestra algunas de estas posibilidades bajo el supuesto de dos posiciones o grupos y cuarto discursos: el discurso A es compartido por las dos posiciones representadas, mientras que el C sólo es mantenido por los primeros. Los discursos B y D, en cambio, enfrentan directamente a ambos grupos, pero es que resulta que el discurso D es contradictorio con el C, mantenido desde la misma posición (por ejemplo, jóvenes quejándose de la represión policial por reunirse en plazas públicas y adultos que a la vez que reclaman más zonas verdes, se quejan de la "inseguridad" que representa la presencia de grupos de jóvenes en las plazas del barrio).

Técnicas cualitativas en la IAP
Entrevista individual
Permite identificar los discursos y posicionamientos de la minoría dirigente (políticos, técnicos, representates asociativos) y pueden tener un importante componente informativo.
Las entrevistas individuales son generalmente la primera fuente de conocimiento del territorio, de los agentes y de sus relaciones. Es aconsejable la realización de entrevistas semiestructuradas con guón previo (punto intermedio entre un listado de preguntas redactado por igual para todos los entrevistados, y la conversación informal regida únicamente por el curso de la interacción, sin ninguna preparación previa).
Alonso (1994)

Entrevista a grupos
Identificar discursos de grupos existentes en la comunidad; dinamización grupal.
Se trata de entrevistas realizadas a grupos naturales previamente existentes (formal o informalmente), con su propia estructura y posición en la red y, por lo tanto, con capacidad para (re)producir discurso y acción más allá de la situación de entrevista. Las entrevistas suelen realizarse “sobre el terreno”, de forma espontánea e informal.
Villasante (1998)

Grupo de discusión
Identificar discursos de colectivos sociales no organizados.
Los grupos de discusión son entrevistas a grupos simulados y creados ad hoc en los que los participantes no se conocen previamente. La hipótesis de partida es que, compartiendo los miembros determinadas características socioestructurales (jóvenes, mujeres, mayores...), el discurso colectivo del grupo será no el de la suma de los participantes, sino el del colectivo social al que representan.
Ibáñez (1979)
Callejo (2000)

Grupo triangular
Confrontar y analizar las transiciones entre discursos de distintas posiciones sociales.
Entrevistas en las que confrontan o triangulan discursos pertenecientes a posiciones sociales opuestas. Puede ser de utilidad en fases de diagnóstico avanzado, o bien para identificar posibles estrategias desde las que trabajar las contradicciones discursivas.
Conde (1996)

Observación participante
Recoger información de las interacciones entre grupos, personas y territorio, interviendo en ellas en tanto que partícipes de la comunidad.
La observación puede considerarse una técnica que se diseñe y realice en si misma (por ejemplo, participando en una serie de actividades que reflejen las distintas dinámicas presentes en el territorio) pero también puede realizarse de forma no sistemática a lo largo de todo el proceso: en cierto sentido la IAP es un proceso permanente de observación participante.
Delgado y Gutiérrez (1994)
Ruiz Olabuénaga (1996)

6. El uso de técnicas cuantitativas

Los métodos cuantitativos son los más pertinentes para medir y analizar la incidencia y estructura de los fenómenos sociales observables, es decir, aquellos que tienen un carácter más objetivable.
En demasiadas ocasiones, escudándose en el positivismo, estas técnicas se han usado para “imponer realidades” sobre cómo son las cosas, justificando con ello interpretaciones y acciones posteriores sobre esas realidades. En las metodologías participativas la utilización de los métodos cuantitativos es totalmente distinta, en el sentido de que no se entienden como algo externo al proceso sino supeditado al mismo: no se trata de que un “experto en el tema” saca su “verdad científica” sobre “aquello que pasa” para que “la gente lo debata”, sino de poner a disposición de la comunidad herramientas para que entre todos podamos definir qué es aquello que más nos interesa conocer, con qué finalidad lo queremos hacer, y qué saldrá de los resultados. Y en cierta medida es también un proceso movilizador ya que al hacerlo (conocer), nos autoconocemos mejor y tomamos consciencia de ello.
Tres cuestiones a tener en cuenta:
􀂃 Subordinación de las técnicas cuantitativas a las cualitativas. De una forma u otra, el análisis de datos cuantitativos siempre está sujeto a una teorización previa, en mayor o menor grado (que es la que nos define qué tipo de datos producimos, como los producimos y con relación a qué los interpretamos). Si, en investigación “tradicional”, este marco teórico se construye a partir del conocimiento científico, entendemos aquí que es fundamental construirlo en el propio proceso, desde el conocimiento que se va construyendo desde la práctica. En otras palabras, en estos procesos los datos deben servir para ilustrar, medir o contrastar la incidencia de aquellas cuestiones que preocupan en la comunidad, y no para imponer en la comunidad las preocupaciones de los técnicos. Difícilmente contribuiremos a que los agentes sean partícipes del proceso si imponemos diagnósticos/auditorías técnicas como paso previo a la “participación” (que pasa a entenderse entonces como la mera “socialización” de diagnósticos técnicos).

  • Sobre su pertinencia conceptual. Una segunda cuestión se refiere a la pertinencia conceptual de los datos cuantitativos con respeto a aquello que se quiere medir, reflexión que parte de la siguiente constatación: cuando medimos, aquello que es medido no es una realidad independiente, sino el concepto a partir del que se ha construido (la realidad existe así en tanto que la hemos definido así); en definitiva, el dato no existe independientemente de quién lo produce y de cómo se produce y, en última instancia, este dato está impregnado de ideología. Todo esto cobra una especial importancia en el uso de datos secundarios (producidos por otras intituciones con otras finalidades), en los que hemos de ser especialmente conscientes de cuál es nuestro concepto (aquello que queremos medir) y cuál es el concepto medido por el dato disponible y, en función de su adecuación, evaluar su validez y rechazar cualquier mitificación empirista.
  • Sobre la transmisibilidad de los datos. Los datos cuantitativos deben ser un instrumento de trabajo en los procesos participativos, con lo que su transmisibilidad y comprensibilidad pasan a ser fundamentales. Este planteamiento no excluye la potencial utilización de análisis estadísticos sofisticados (p.ej. análisis multivariado de conglomerados para la definición de zonas sociales) sino que se refiere más a su devolución y debate (por ejemplo, tabulaciones detalladas pueden satisfacer a unos pero asustar a otros, mientras que, en cambio, pocos datos relevantes en forma de indicadores sintéticos o en gráficos puede ser más efectivos para todos).
Como en el caso anterior, se presentamos los principales recursos técnicos utilizados en el marco de procesos participativos.

Técnicas cuantitativas en la IAP

Análisis de datos secundarios
Conocimiento general del territorio y de la comunidad. Conocimiento específico del tema tratado. Construcción de indicadores de evaluación.
Se trata de utilizar y tratar los datos secundarios que sean pertinentes en cada caso, tanto de naturaleza poblacional y general (censos y padrones o grandes encuestas sobre condiciones de vida) como datos locales de registro (fichas de servicios sociales, entradas de equipamientos, etc.). El abanico de datos y formas de tratamiento es cuasi infinito por lo que es necesario restringir el tratamiento a aquellos datos pertinentes (supeditación a los discursos). De no estar disponibles, debe recurrirse a datos
primarios (producidos por nosotros y por lo tanto más costosos).

Método Delphi
Generar consensos entre distintas personas sin necesidad de que éstas se encuentren físicamente.
Varias rondas de cuestionarios iterativos enviados por correo. En un principio, los cuestionarios contienen preguntas muy abiertas, que se van cerrando progresivamente en función de las respuestas obtenidas.
Martín (2001)
Landeta (1999)

Encuesta participada
Obtener información por cuestionario sobre una temática a la vez que se implica a los agentes.
La técnica del cuestionario es especialmente potente para estudiar hechos objetivables, presentando más dificultades para “medir” opiniones.
La peculiaridad respeto al método de encuesta convencional es que se busca la participación de los agentes en las fases clave: construcción teórica, aplicación del cuestionario, e interpretación de los datos. El apoyo técnico debe ser fundamentalmente metodológico (construcción de indicadores, formulación de preguntas, análisis de datos).

7. Técnicas participativas: los talleres de participación

Un taller de participación se puede definir como una reunión de grupo guiada por conductores-coordinadores, que tiene por objetivo definir y analizar problemas, producir soluciones de consenso y, en última instancia, movilizar y corresponsabilizar a los agentes sociales sociales implicados. Para su aplicación se utilizan dinámicas que, con múltiples adaptaciones y variantes, van destinadas a promover momentos de participación directa en un proceso.
El método y las técnicas que guían el diseño de talleres beben de fuentes tanto dispares como son la educación popular latinoamericana, la animacion socio-cultural, la psicología organitzacional o la planificación estratégica. A lo largo de múltiples experiencias de investigación participativa se ha ido definiendo como una herramienta flexible y abierta a un amplio abanico de usos, pero también instrumentalizada y desvirtuada. En este sentido, es importante tener en cuenta cuatro reflexiones:
  • Un taller promueve el intercambio de ideas, la creatividad grupal y la toma de decisiones de un número limitado de personas (para garantizar que todas ellas pueden realizar sus aportaciones) en un espacio de tiempo reducido (asumible por los participantes). El colectivo que participa puede ser un grupo existente con anterioridad al taller (por ejemplo, socios de una asociación, un equipo de gobierno, un área técnica, etc.) o bien creado ad hoc para el proceso (muestra de representantes políticos/técnicos/asociativos, selección aleatoria de ciudadanos, etc.). Pero, en cualquiera de los casos, un taller de participación ciudadana tiene una dimensión transformadora “hacia afuera”, más allá del tiempo/espacio ocupado por el taller y más allá de las personas que participan en el mismo.
  • Un taller se ayuda de técnicas de dinamización que optimizan la creatividad individual y grupal y ayudan a sistematitzar los resultados, en un ambiente distendido, agradable y entretenido. Pero un taller no es ningun juego, es una acción política: Los participantes tienen que saber en todo momento qué es lo que se está debatiendo, cuál es el compromiso que se les pide, y cuáles serán los efectos de las decisiones que se tomen en el taller. Utilizar los talleres para dar bisos participativos con finalidades legitimadores es una forma de generar falsas expectativas y suspicacias y, finalmente, quemar una herramienta con potencial de innovación democrática.
  • La programación de talleres sólo tiene sentido cuando se inserta y articula en un proceso de apertura/cierre que se abre promoviendo el autodiagnóstico y las ideas creativas y que se cierra, provisionalmente –para volver a abrirse–, asumiendo decisiones y corresponsabilidades por parte de los sectores implicados. Por lo tanto, un taller de participación ciudadana es una herramienta para la participación que no garantiza, por si mismo, esta participación.
  • Los talleres implican una concepción del conocimiento que desborda el saber tecnocrático y elitista, para generar nuevo conocimiento y acción social desde la experiencia práctica. Por lo tanto, un taller no es un grupo de discusión dónde un analista estudia y descubre el discurso de un colectivo, ni una jornada para que unos provoquen la reflexión en la audiencia, ni un seminario en el que un tutor supervisa el autoaprendizaje grupal, sino un momento de autoinvestigación-acción protagonizado por los participantes (expertos convivenciales) en el que los conductores-coordinadores (expertos metodológicos) promueven las aportaciones, median las divergencias y ayudan a sistematitzar los resultados promoviendo la participación de todos y cada uno de los asistentes.
Un taller puede abordar distintos objetivos en cuanto al “contenido”: analizar/diagnosticar (identificar síntomas y necesidades, y sus causas, proponer (generar alternativas y propuestas creativas), decidir (seleccionar propuestas), programar (planificar tareas para el desarrollo de los objetivos), etc.
En cuanto a su dimensión movilizadora, un taller puede ser una técnica pertinente tanto para reforzar posicionamientos en el interior de un grupo como para estimular el consenso entre distintos grupos y también para definir corresponsabilidades.

El número de participantes en un taller es de entre 6 y 12 personas, aunque en unas jornadas se pueden formar varios grupos de este tamaño que después pongan en común sus ideas en un plenario.
El cuadro adjunto muestra algunas de las principales técnicas; las dos primeras són dinámicas específicas que se pueden utilizar aisladamente o conjuntamente con otras desde múltiples planteamientos. Las dos últimas són formatos de talleres consolidados en los procesos participativos, con un funcionamiento y dinámica ya establecido.

Técnicas participativas (talleres)
Técnica DAFO
Consensuar un diagnóstico con vistas a diseñar estrategias de futuro.
El método DAFO se base en un cuadrante en el que se identifican puntos fuertes y débiles del presente (Fortalezas, Debilidades) y del futuro o externos a la comunidad/organización (Oportunidades, Amenazas). Su posterior estudio ayuda a definir estrategias a los participantes.
Gil Zafra (2001)
Pindado (2002)

Análisis estructural
Identificar las causas que intervienen en un determinado fenómeno, las relaciones entre éstas y los “nodos críticos” sobre los que la comunidad puede intervenir.
Mediante esta dinámica se identifican, en primer lugar, los distintos factores que intervienen directamente o indirectamente en el fenómeno o tema tratado. En segundo lugar, se establecen relaciones de influencia/dependencia entre estos factores. Finalmente, se identifican los “nodos críticos”, es decir, aquellos factores clave en la estructura de dependencia, así como nuestra capacidad para intervenir en los mismos.
Godet (1993)
Pindado (2002)
Villasante y otros (2001)

Técnica EASW
Obtener un conjunto de propuestas de futuro consensuadas y priorizadas entre agentes de la comunidad.
Los talleres EASW parten de la selección equilibrada de personas pertenecientes a diversos grupos estructurales (políticos, técnicos, asociaciones, ciudadanos no asociados, agentes empresariales...). En una primera sesión, cada grupo estructural realiza una visión de futuro positiva y negativa sobrela comunidad; en la segunda sesión los participantes se distribuyen heterogéneamente por grupos temáticos para consensuar propuestas. Finalmente, las propuestas son valoradas y priorizadas en plenario.

Núcleos de Intervención Participativa
Obtener un dictamen por parte de un conjunto de ciudadanos escogidos aleatoriamente
Selección aleatoria de ciudadanos (generalmente grupos de 25 personas) a los que se retribuye por su asistencia a unas exposiciones por parte de expertos sobre las distintas alternativas a una problemática concreta. Después de sesiones de debate, los asistentes elaboran un dictamen.

8. Reflexión final

El uso de cada técnica está claramente supeditada a la estrategia metodológica seguida, Una estrategia que no se introduce porque sí. En general, el contexto nos invita a consumir -y a producir para otros- pero no a decidir y a producir aquello que permita desarrollar nuestras potencialidades humanas. Por ello, dar la palabra no es suficiente para que las personas y grupos opinen y decidan sobre las cosas que les afectan: es necesario crear las condiciones para que se den procesos de reflexión, de autoformación, de programación y de acción social más participativos e igualitarios (de lo contrario, los poderosos siempre tienen la voz más alta: el capital frente al trabajo, los hombres frente a las mujeres, los adultos frente a los jóvenes… porque están socialmente legitimados para mantener su dominación). Crear las condiciones adecuadas supone introducir estrategias metodológicas que permiten, mediante instrumentos clave como el sociograma, los grupos de discusión o los talleres, que todos los intereses y puntos de vista presentes están reflejados en el proceso, así como que se dinamicen conjuntos de acción con capacidad para liderar procesos en la comunidad.

Esta estrategia metodológica debe necesariamente ser flexible. Flexible a las especificidades de un territorio sobre el que se interviene, a las de una temática tratada y a las de unos objetivos perseguidos. Pero además, y en tanto que trabajamos en procesos participativos, buena parte de su diseño no puede definirse de antemano, porque se trata de un diseño en proceso, es decir, re-construido a partir de la propia acción que se va generando en la comunidad. Si, a lo largo de esta acción se construyen redes sociales más ciudadanistas, las metodologías habrán sido un instrumento útil para la transformación social.

IMAGINARIO COLECTIVO Y ANÁLISIS METAFÓRICO

IMAGINARIO COLECTIVO Y ANÁLISIS METAFÓRICO
Emmánuel Lizcano
(Transcripción de la conferencia inaugural del Primer Congreso Internacional de Estudios sobre
Imaginario y Horizontes Culturales que se celebró en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos,
Cuernavaca, México, del 6 al 9 de mayo de 2003)

Quiero encomiar a los organizadores de este Congreso su acierto en la elección del tema que nos convoca, pues la reflexión en torno a los imaginarios sociales no es sólo uno de los campos de pensamiento más atractivos y fecundos hoy día, sino también uno de los más prometedores caminos que se abren para una emancipación de los pueblos que no venga a dar, una vez más, en una nueva forma de esclavitud.


Aunque sea término de acuñación reciente, lo imaginario –o con mayor precisión, su apreciación explícita en la vida colectiva- ha venido sufriendo a lo largo de la historia un permanente vaivén de reconocimientos, o incluso exaltaciones, y ninguneos, cuando no rechazos y persecuciones. En el llamado Occidente, el primer
rechazo aparece con el tópico –y mítico- “milagro griego”, según el cual el logos habría reemplazado al mithos. Aunque posiblemente, como apunta Antonio Machado, no fuera la razón, sino la creencia en la razón, la que sustituyó en Grecia la creencia en los dioses, lo cierto es que allí, por vez primera, el mito de la razón ocupó el lugar que habitaban las razones del mito. La descomposición de la Grecia clásica daría paso,
siglos más tarde, a esa eclosión del imaginario popular medieval que tan acertadamente ha descrito, entre otros, Mijail Bajtin. Posteriormente, al Renacimiento del intelectualismo griego y a los nacimientos paralelos del puritanismo iconoclasta protestante y de la ciencia moderna (nacimiento éste, por cierto, tan mítico como
cualquier otro), se contrapuso esa exuberancia de imágenes y ficciones que todos reconocemos en el barroco. Sofocado éste, a su vez, por las Luces de una Razón de nuevo convertida en diosa por la burguesía ilustrada, los poderes de lo imaginario aflorarán de nuevo con el romanticismo, con su sospecha hacia la racionalidad científica abstracta y su exaltación de lo emocional y telúrico. Para acabar llegando así a nuestros días, en que, a partir de los años 70, la llamada posmodernidad pone en tela de juicio todos los tópicos modernos y ensalza, una vez más, la virtud de la representación sobre lo representado, de lo virtual sobre lo que se tiene por real, de los sueños sobre ese sueño acartonado que sería la razón en vigilia, vigilante.

Esta historia apresurada sitúa el interés por lo imaginario más allá de una posible moda, como tantas otras que nos han querido convocar en torno a categorías que apenas han sobrevivido unos pocos años. La centralidad del interés por lo imaginario en nuestros días es análoga a la que siempre ha ocupado en otras culturas y semejante a la que, en la cultura occidental, ocupó en la Edad Media, en el barroco o en el
romanticismo. Pero a diferencia de su eclosión medieval y barroca, en que tal irrupción se agotó en su mero manifestarse, ésta de ahora hace de esa manifestación objeto de reflexión y estudio. Ciertamente, ya lo hizo también el romanticismo, aunque de modo más bien intuitivo y con conceptualizaciones tan discutibles y poco afortunadas como las ‘mónadas culturales’ o ‘almas de cada cultura’ spenglerianas, pero también con
teorizaciones que hoy nos resultan bastante más próximas, como las desarrolladas en torno al concepto de ‘visiones del mundo’ que propuso el historicismo alemán.

En la actualidad, la convergencia de estudios en torno a lo imaginario, provenientes de la filosofía, la historia, la psicología, la antropología o la sociología, nos pone por vez primera en condiciones no sólo de valorar cabalmente el impresionante alcance de lo imaginario en todas sus manifestaciones sino también de pensarlo con el potente aparato conceptual y metodológico desarrollado por todas estas disciplinas.

Baste mencionar las decenas de Centros de investigación sobre el imaginario que, al calor de la obra de Gilbert Durand y a la de su maestro Gaston Bachelard, se han ido abriendo en Francia, coordinados desde hace 10 años por el Bulletin de liaison des Centres de Recherches sur l’Imaginaire, o la reciente publicación en España de sendos monográficos de las revistas Anthropos y Archipiélago dedicados a la obra de Cornelius Castoriadis, obra de la que nos ocuparemos más tarde pues ofrece, a mi juicio, una de las teorizaciones más poderosas y sugestivas sobre el tema que nos convoca.

Antes de proponerles para su discusión un ensayo de conceptualización de lo imaginario y cierta metodología para su investigación que venimos desarrollando en torno al análisis de las metáforas en las que se manifiesta, y que en buena medida lo pueblan, permítanme una breve excursión autobiográfica que creo puede ser de utilidad. En estos días se cumplen 10 años de mi primera publicación sobre este asunto, el
libro titulado precisamente Imaginario colectivo y creación matemática. Quiero contarles un poco de cómo se gestó, confiando en su indulgencia para ignorar lo que pudiera haber de narcisismo y en que puedan ser de provecho, en cambio, alguna de las enseñanzas que yo saqué de aquella gestación. Enseñanzas que son fundamentalmente dos. La primera apunta a la potencia de un concepto, éste de imaginario colectivo, que a
mí se me fue revelando capaz de dar cuenta de la crucial influencia de factores sociales, culturales y afectivos en la construcción de esa quintaesencia de la razón pura que se supone es la matemática.


La matemática, considerada como el caso más difícil posible por los propios estudios sociales de la ciencia, cuando se aborda desde las luces y sombras que sobre ella arroja el fondo imaginario que también a ella la nutre, resulta tener muy poco que ver con ese lenguaje puro y universal, que sobrevuela las diferencias culturales y los avatares de la historia, como se nos ha enseñado a verla desde la escuela elemental.
Efectivamente, en el curso de la investigación sobre los conceptos y métodos de demostración matemáticos habituales en los tres casos que seleccioné (la Grecia clásica, la Grecia decadente del helenismo y la China antigua) también las matemáticas se fueron revelando contaminadas por esas impurezas de “irracionalidad” que son los mitos, los prejuicios, los tabúes y las visiones del mundo de cada uno de los tres imaginarios respectivos. Y, recíprocamente, por ser las matemáticas uno de los ámbitos donde la imaginación menos se somete a las restricciones de la llamada realidad, ofrece una de las vías más francas para acceder al fondo imaginario de los pueblos y las culturas. Los cada vez más numerosos estudios de los etnomatemáticos, a cuyo 2º Congreso Mundial, celebrado el pasado verano en Brasil, tuve el honor de dirigirme, ponen de manifiesto que hay tantas matemáticas como imaginarios culturales y cómo en torno a la implantación escolar de las matemáticas académicas se juegan auténticos pulsos de poder orientados a la colonización de los diferentes imaginarios locales.


Así, en la obra de Euclides, que pasaría a la historia como el canon de lo que son legítimamente matemáticas, precipitan todos los miedos, valores y creencias característicos de la Grecia clásica. Su aversión inconsciente al vacío, al no-ser, se condensó, por ejemplo, en su incapacidad para construir nada que se parezca al concepto de cero o de números negativos. ¿Algo que sea nada? Más aún, ¿algo que sea
menos que nada? ¡Imposible! ¡Eso es absurdo, a-topon, no ha lugar!, dictaminaba olímpicamente el imaginario griego. Pero también, ese mismo imaginario que ponía fronteras a lo pensable, alumbraba nuevos y fecundos modos de pensamiento. Así, del gusto griego por la discusión pública en el ágora emergieron originales métodos de demostración en geometría, como la llamada demostración por reducción al absurdo,
que hoy ha conseguido enmascarar ése su origen político. Fue necesario que se agrietara la coraza de esa especie de super-yo colectivo que es el imaginario de la época clásica, y  que afloraran, entremezclados y caóticos, los imaginarios de las civilizaciones

circundantes, para que, entre las grietas del rigor perdido, asomaran los brotes de nuevas maneras de imaginar el mundo y, en consecuencia, también de hacer matemáticas. De esa polifonía bulliciosa de imaginarios en fusión pudo Diofanto extraer operaciones numéricas hasta entonces prohibidas y tender puentes entre géneros como la aritmética y la geometría, cuya mezcla era tabú hasta ese momento. Como todo parto, también el del álgebra (hoy mal llamada simbólica, por cierto) ocurre entre los excrementos y
fluidos magmáticos de los que se alimentó la nueva criatura.

En ese mismo momento (si es que puede decirse que un momento sea el mismo en dos imaginarios diferentes), en el otro extremo del planeta (un planeta que, por cierto, para aquel imaginario no lo era), los algebristas chinos de la época de los primeros Han operaban con el mayor desparpajo con un número cero y unos números negativos que el imaginario griego no podía –literalmente- ni ver. Y no podía verlos
porque, en cierto sentido, el imaginario está antes que las imágenes, haciendo posibles unas e imposibles otras. El imaginario educa la mirada, una mirada que no mira nunca directamente las cosas: las mira a través de las configuraciones imaginarias en las que el ojo se alimenta. Y aquellos ojos rasgados miraban el número a través del complejo de significaciones imaginarias articulado en torno a la triada yin/yang/tao. Si el juego de
oposiciones entre lo yin y lo yang lo gobierna todo para la tradición china, ¿por qué iba a dejar de gobernar el reino de los números? La oposición entre números positivos y negativos fluye así del imaginario arcaico chino con tanta espontaneidad como dificultad tuvo para hacerlo en el imaginario europeo, que todavía en boca de Kant habría de seguir discutiendo si los negativos eran realmente números o no. Y si el tao es el quicio o gozne que articula el va-i-vén de toda oposición, ¿por qué iba a dejar de articular el va-i-vén que engarza la oposición entre los números negativos y los positivos? El cero, como trasunto matemático del tao, emerge así del imaginario colectivo chino con tanta fluidez como aprietos tuvo el imaginario europeo para
extraerlo de un imaginario en el que el vacío (del que el cero habría de ser su correlato aritmético) sólo evocaba pavor: ese horror vacui que preside toda la cosmovisión occidental hasta tiempos muy recientes.

Observamos, de paso, cómo cada imaginario marca un cerco, su cerco, pero también abre todo un abanico de posibilidades, sus posibilidades. La suposición por el imaginario griego clásico de un ser pleno, pletórico, bloquea la emergencia de significaciones imaginarias como la del cero o la de los números negativos, que, de
haber llegado a imaginarlos (como por un momento quiso hacerlo Aristóteles), se le hubieran antojado puro no-ser, cifra de la imposibilidad misma. Pero esa misma plenitud que ahí se le supone al ser será la que alumbre esa impresionante criatura de la imaginación occidental que es toda la metafísica. El imaginario en que cada uno habitamos, el imaginario que nos habita, nos obstruye así ciertas percepciones, nos hurta
ciertos caminos, pero también pone gratuitamente a nuestra disposición toda su potencia, todos los modos de poder ser de los que él está preñado.

La segunda enseñanza a que hacía referencia al comienzo no apunta tanto al contenido y a las características de lo imaginario cuanto al método de investigarlo. Me refiero, en concreto, a la hoy ineludible cuestión de la reflexividad. La mirada, decía Octavio Paz, da realidad a lo mirado. ¿Cómo afecta entonces el imaginario del propio investigador a la percepción de ese otro imaginario que está investigando? ¿Dónde puede estar proyectando los prejuicios y creencias de su tribu (su tribu académica, su tribu lingüística, su tribu cultural? ¿Cómo pueden estar mediatizándole los fantasmas de su imaginario personal, poblado de sus particulares temores, anhelos e intereses? La cuestión no es fácil de abordar, si no es directamente irresoluble, pero esa no puede ser excusa para no enfrentarla. Cuando se elude, suele ocurrir que el imaginario que muchos estudios sacan a la luz no es otro que el del propio estudioso. Y para ese viaje alrededor de sí mismo bien le hubiera sobrado tanta alforja empírica y conceptual. Como a cualquiera que se haya embarcado en este tipo de estudios, también a mí, el haber sido socializado durante veintitantos años en la misma matemática cuya
configuración imaginaria (y, por tanto, contingente y particular) ahora trataba de indagar, reclamaba inexcusablemente una toma de distancia, un drástico extrañamiento. El viaje a los supuestos orígenes (los orígenes, como observara Foucault, siempre son su-puestos) faculta para captar lo que tienen de participio los llamados ‘hechos’, es decir, permite verlos como resultado de un hacerse, y de un hacerse al que van
moldeando los distintos avatares imaginarios que acaban consolidando tal hacerse en un hecho, un hecho -como se dice- puro y duro. Comparadas con las actuales, la consideración de las matemáticas griegas pone de relieve, en efecto, muchos de los prejuicios que arraigan en imaginarios tan diferentes, como tan bien ha puesto de manifiesto uno de los mejores y menos conocidos estudios comparativos sobre el imaginario: La idea de principio en Leibniz, de Ortega y Gasset. Pero no es menos cierto que este tipo de excursiones arqueológicas (en el sentido que Foucault, siguiendo a Nietzsche, da al término), aunque ineludible, no nos aventura fuera de los supuestos y creencias compartidos por ambos imaginarios, el de origen y el originado.

Se me impuso entonces la necesidad de considerar lo que ambos imaginarios, griego y moderno, pudieran tener en común y contrastarlo con un imaginario radicalmente diferente. La inmersión en el imaginario de la antigua China, donde también se habían desarrollado unas potentes matemáticas, llegó a producirme una
fuerte sensación de extrañeza hacia el imaginario greco-occidental. De súbito, aquellas matemáticas cuyos procedimientos y verdades hasta entonces me habían sido indudables se mostraron en toda su efímera, caprichosa y fantasmal existencia. Ya no fueron nunca más “las matemáticas”, sino unas matemáticas, las matemáticas de mi tribu. Unas matemáticas tan exóticas como exóticos puedan parecerme los rituales
funerarios de la tribu más perdida. En el viaje de vuelta, del imaginario chino al que tanto tiempo me había amamantado, había perdido por el camino buena parte de un equipaje que en el de ida no sólo tenía por necesario, sino que llevaba tan in-corporado como los intestinos, los pulmones o cualquier otra parte de mi cuerpo. ¡Se podía pensar (y pensar muy bien, hasta el punto de alcanzar desarrollos que sólo veintitantos siglos más tarde construiría la matemática occidental) sin recurrir a –e incluso negandonuestros sacrosantos principios de identidad, no-contradicción y tercio excluso! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, sustituyendo el incuestionable principio de causalidad por un principio de sincronicidad, que vincula los fenómenos en el espacio (en su espacio) en lugar de encadenarlos en ese tiempo lineal al que nosotros llamamos “el tiempo”)! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, haciéndolo por analogía y no por abstracción! ¡Se podía pensar, y pensar muy bien, sin pretender desgajar un lenguaje ideal, como el de las matemáticas, de su sustrato imaginario, sino manteniendo enredadas el álgebra y la mitología, la aritmética y los ancestrales rituales de adivinación!

A este doble descentramiento, en el tiempo y en espacio, respecto del propio imaginario colectivo, se me vino a añadir un tercer extrañamiento respecto de mi propio imaginario personal, en la medida en que tal distinción, entre imaginario personal y colectivo, puede hacerse. Efectivamente, mi posterior inmersión en la práctica psicoanalítica me permitió encontrar en mi propio imaginario no sólo los impulsos que habían centrado mi interés en las matemáticas sino aquellos otros más específicos que habían seleccionado en éstas precisamente ciertos elementos y no otros. Las leiponta eidé o ‘formas faltantes’ de Diofanto, la operación de resta como apháiresis, ‘sustracción’ o ‘extracción’ en Euclides, la aproximación por Aristóteles entre el ‘vacío’ y un imposible ‘cero’ que temerosa y apresuradamente expulsa al mero ‘no-ser’, los términos con que los algebristas chinos operan sobre sus ecuaciones (xin xiao o ‘destrucción mutua’, wu o ‘vacío’, ‘abismo’, ‘hueco’, jin o ‘aniquilación’)... todos ellos son términos que perfilan una constelación imaginaria muy concreta: la que apalabran las múltiples remisiones mutuas entre la falta, la sustracción, la pérdida, el vacío... Indagando cómo esos diferentes imaginarios habían ensayado hacer frente a ese problema, cómo habían conseguido modelarlo y ahormarlo, había estado yo, a tientas, aprendiendo cómo enfrentarlo en mi propia vida, cómo ahormar mis propias pérdidas y modelar mis vacíos. A la vez que descubrí, a la inversa, cuánto de mis propios temores y anhelos inconscientes se habían estado proyectando en algo tan aparentemente racional como la resolución de sistemas de ecuacioneso grupo inyecta sus significaciones en el imaginario. Ahí es donde se abre la posibilidad de que la colectividad pueda alterarse y recrearse a sí misma; y ahí es también donde se abre la posibilidad de que ciertos grupos sociales conformen según sus intereses las pautas imaginarias con las que el resto de la colectividad se percibe a sí misma.

Segundo, una precaución acaso inútil en días constructivistas como los actuales, pero que nunca está de más señalar. Por decirlo bruscamente, el imaginario no existe; no hay ningún imaginario ahí fuera esperando ser descubierto o comprendido. Como los tipos ideales weberianos, el imaginario sólo está, como concepto o herramienta, en la mente de quien lo postula y lo usa como categoría de análisis. O, por decirlo de otro modo, la realidad del imaginario es imaginaria, como no podía ser de otra manera. Abordemos ahora el asunto de cómo investigar esa realidad imaginaria. ¿Es posible un método que ni deje casi todo a la intuición y felices ocurrencias del estudioso sin anclarle, en el otro extremo, en una serie de figuras más o menos arquetípicas que siempre acaban apareciendo por la sencilla razón de que siempre se pre-su-ponen? Aquí
es donde la metáfora se nos ha revelado, en nuestros trabajos, como un potente analizador de los imaginarios que, sin embargo, se atiene estrictamente a lo que ellos mismos dicen explícitamente. Por así decirlo, en la metáfora el imaginario se dice al pie de la letra; o, en su caso, al pie de la imagen. Al pie, es decir, en aquello en que la letra, la palabra o la imagen se soportan, se fundamentan.

Ya veíamos cómo lo imaginario no puede reducirse a concepto, sino que a él suele aludirse mediante metáforas, que habitualmente tienen por sujeto o tema fenómenos de la naturaleza: flujos, torbellinos, sustratos, afluencias, magmas... Por la misma razón, no son conceptos, ideas o imágenes las que lo pueblan; lo imaginario no sabe de identidades, de esos contornos de-finidos, de-terminados, que caracterizan a
todo concepto, imagen o idea. El imaginario es el lugar de donde estas representaciones emergen, donde se encuentran pre-tensadas. Esa pre-tensión es la que se manifiesta en la metáfora. Cuando alguien dice que cierto cacharro permite ‘ahorrar tiempo’, que ha ‘invertido mucho tiempo’ en una tarea o se angustia ante lo que considera una ‘pérdida de tiempo’, está viviendo el tiempo como algo que se puede ahorrar, invertir y perder, es decir, lo está viviendo como si fuera dinero. Por supuesto, el tiempo no es dinero, pero
tampoco puede decirse que no lo sea en absoluto para esa persona. Para ella, el tiempo es dinero y no es dinero, ambas cosas a la vez. La metáfora es esa tensión entre dos significados, ese percibir el uno como si fuera el otro pero sin acabar de serlo. La metáfora atenta así contra los principios de identidad y de no-contradicción, principios que, sin embargo, se originan en ella como forma petrificada suya.


Efectivamente, como ya planteara Nietzsche y desarrollara Derrida, bajo cada concepto, imagen o idea late una metáfora, una metáfora que se ha olvidado que lo es. Y ese olvido, esa ignorancia, es la que, paradójicamente, da consistencia a nuestros conocimientos, a nuestros conceptos e ideas. Si hay una idea clara y distinta, perfectamente idéntica a sí misma, sin el menor margen de ambigüedad ni contradicción
es, por ejemplo, la idea ‘raíz cuadrada de 9’, que todos sabemos que es 3. Tan claro lo tenemos que nunca se nos ha ocurrido preguntarnos cómo es posible que un cuadrado tenga raíz, como si fuera una berza. Y cómo es posible que esa raíz (o sea, tres) tenga la suficiente potencia para engendrar al cuadrado entero (o sea, para engendrar el 9, que es la potencia cuadrada de 3). Para los imaginarios griego, romano y medieval, imaginarios agrícolas y animistas en buena medida, el número, como tantas otras cosas, se percibía,
efectivamente, como si fuera una planta. Los textos matemáticos de estas épocas están cuajados de metáforas vegetales y alimenticias. Para nosotros, ese ‘como si’ que llevaba a percibir los cuadrados con propiedades de berzas ha perdido toda su pujanza instituyente hasta haberse consolidado en un concepto perfectamente instituido: el concepto ‘raíz cuadrada’. Hemos perdido la conciencia y el sustrato imaginario del símil que hacía vero-símil la metáfora, y lo que era vero-símil se nos ha quedado en simple ‘vero’, verdad pura y simple, es decir, purificada y simplificada del magma imaginario del que emergió. Metáforas como éstas, que hablan de ‘ahorrar tiempo’ o de ‘raíces cuadradas’, llamadas habitualmente metáforas muertas, revelan así las capas más solidificadas del imaginario, aquéllas en las que su cálida actividad instituyente hace
tiempo que se congeló pero que, no por ello, deja de dar forma al mundo en que vivimos. Es más, cuanto más muertas, más informan ese mundo, pues ellas ponen lo que se da por sentado, lo que se da por des-contado, aquello con lo que se cuenta y que, por tanto, no puede contarse: los llamados hechos, las ideas, las cosas mismas. La fuerza de la ideología se asienta principalmente en este tipo de metáforas, que
más que ‘muertas’ yo prefiero llamar ‘zombis’, pues se trata de auténticos muertos vivientes, muertos que viven en nosotros y nos hacen ver por sus ojos, sentir por sus sensaciones, idear con sus ideas, imaginar con sus imágenes. La alienación que caracteriza al discurso ideológico está precisamente en esa ocupación del imaginario por un imaginario ajeno, en el uso de metáforas que imponen una perspectiva que no se
muestra como tal sino como expresión de las cosas mismas, que así resultan inalterables.

Un buen ejemplo puede ofrecerlo la persistencia actual del viejo mito ilustrado del Progreso, construido sobre toda una red de metáforas que presentan el tiempo como espacio y, en consecuencia (consecuencia metafórica, ya que no lógica), la sucesión de momentos como presencia simultánea de lugares. Desde los anuncios publicitarios con que se vende la última versión de cualquier aparato hasta la propaganda política de cualquier partido del arco parlamentario, pasando por los grandes ejes que orientan las políticas de desarrollo a nivel nacional o internacional, todo ello quedaría sin la menor legitimación si en el imaginario del hombre común no estuviera arraigada con toda firmeza esa territorialización del tiempo que le hace habitante, no de este o ese lugar, sino de uno u otro momento. “Los talibanes viven en plena Edad Media”, se repetía sin cesar durante la guerra de Afganistán. Pero lo significativo no es que los políticos y los
medios de comunicación lo dijeran, sino que todos lo entendiéramos sin el menor asomo de extrañeza. Dejando de lado esa otra magnífica metáfora zombi que es la ‘Edad Media’ (la ‘edad’ presentando el tiempo de la historia como si fuera el de un ser vivo, la singularización de cierta edad como ‘media’, como si no lo fueran todas salvo la primera y la última), ¿cómo es posible vivir tan atrás sin, al parecer, conocer ninguna técnica para desplazarse en el tiempo? ¿Ese mismo ‘atrás’, término espacial, por el que todos acabamos de entender ‘antes’, término temporal, no expresa la misma ideología del progreso? Sólo desde ese imaginario ideológico tienen sentido, y son capaces de convencer y conmover, expresiones tan -literalmente- imposibles como habituales, del tipo: “El camino hacia la modernidad”, “salir del siglo XX para entrar en el siglo XXI”, “país atrasado”, “retroceder a un pasado que ninguno queremos”, “el tren del futuro”... Los ejemplos podrían multiplicarse indefinidamente. Y no sólo en el lenguaje político
(todo el lenguaje político actual es ilustrado y arrastra la misma voluntad antipopular que ya animó en el s.XVIII a la Ilustración). También en el lenguaje ordinario se expresa, y recrea, de continuo esta percepción. Se dice de algo (ya sea una persona o una sociedad) que está “anclado en el pasado” o que se está “labrando el futuro”, como si el futuro fuera un sitio, aunque aún sin desbrozar, o como si el pasado fuera un lugar en el que uno pudiera quedar anclado, atrapado o atado. Pero las metáforas no sólo conforman las percepciones; junto a los significados, también arrastran sentimientos y valores. Si el futuro se labra es porque es una tierra que se supone fértil y no árida o amenazadora. Si el pasado es un lugar en el que uno se puede quedar atrapado o anclado es porque, al contrario que el futuro, ése no es un buen lugar, ni es fértil ni vale la pena labrarlo: es un lugar del que hay que huir. La oposición con el imaginario de las culturas
tradicionales es frontal y, sin embargo, muchos sectores de éstas expresan sus reivindicaciones precisamente en esos términos, usando esas metáforas. En esa colonización de los imaginarios por otros ajenos es donde opera el trabajo de la ideología.

La metáfora es así al imaginario colectivo lo que el lapsus o el síntoma es al inconsciente o al imaginario de cada cual. Mediante ella sale a luz lo no dicho del decir, lo no sabido del saber: su anclaje imaginario. Caer en que un lapsus es un lapsus, en que una metáfora es una metáfora, es empezar a caer por el hueco que lleva al imaginario. Tras haber caído, ya no es difícil empezar a observar cómo esa metáfora que ha hecho
las veces de síntoma se engarza con muchas otras, constituyendo una tupida red en la que queda atrapada toda una parcela de la realidad. Una red en la que las conexiones, los enredos, no son azarosos, sino que obedecen a una ‘lógica’ que es la lógica del imaginario. Esa lógica, que atenta contra todos los tenidos por principios lógicos, no es, evidentemente, accesible de modo de directo. Pero sí puede entreverse a través,
precisamente, de la manera en que unas metáforas enlazan con otras, la manera en que unas llevan a otras, o bloquean la aparición de otras, la manera en que unas entran en conflicto con otras... Sobre la lógica del imaginario tiene bastante más que decirnos el arte de la retórica que los métodos de la epistemología; es ese arte el que puede proporcionarnos un método de investigación sistemática y empírica del imaginario que
parece bastante fructífero.

Hasta aquí, hemos sugerido la utilidad del análisis metafórico para indagar la dimensión instituida del imaginario, para bucear en sus pre-su-puestos y preconcepciones. Terminemos mencionando su provecho para explorar también su dimensión instituyente, ésa de la que emergen la creatividad y el cambio social. Por
oposición a las metáforas muertas o zombis, podemos hablar de metáforas vivas, aquéllas que establecen una conexión insospechada entre dos significados hasta entonces desvinculados, aquellas que, abruptamente, ofrecen una nueva perspectiva sobre algo familiar y nos hacen verlo con nuevos ojos (o saborearlo con un paladar aún sin estrenar). Metáforas vivas lo son, por antonomasia, las metáforas poéticas. Quien me
apuntó que en el cante flamenco había ‘sonidos negros’ me hizo oír lo que no había oído nunca: el sonido de los colores. De igual modo, en la emergencia y consolidación colectiva de nuevas metáforas se expresa, y se recrea, la autonomía del imaginario para rehacerse a sí mismo, para alterarse bajo configuraciones nuevas. Qué duda cabe de que aquellos burgueses ilustrados que se percibían a sí mismos como habitantes del tiempo tuvieron que resultarles bien extraños a la mayoritaria población campesina que se identificaba como lugareña, como habitantes de este o de aquel lugar. Sin embargo, las metáforas, entonces vivas, en las que el nuevo habitáculo temporal empezaba a decirse hoy son moneda corriente, poesía congelada. No menos debía extrañar a los abuelos de esos campesinos, tan analfabetos como ellos, que un tal Galileo viniera a decirles que la naturaleza era un libro, negándoles así cualquier capacidad de conocerla, a ellos, que
venían hablando con ella y entendiéndola desde hacía siglos. Sin embargo hoy, toda la investigación sobre la secuenciación del ADN se funda en esa misma metáfora. Hay, pues, metáforas vivas que se consolidan, alterando toda la vida de la colectividad.

Evidentemente, no toda metáfora viva tiene capacidad –o expresa- un cambio social radical. No son los poetas quienes hacen la historia, sino la capacidad poética colectiva. Para que una metáfora nueva, o una constelación de metáforas, exprese –o impulse- un cambio en el imaginario son necesarias al menos tres condiciones. Primero, es necesario que esa metáfora sea imaginable o verosímil desde un imaginario dado,
pues cada imaginario, como veíamos, perfila un cerco que bloquea determinadas asociaciones. El imaginario griego clásico no podía establecer enlaces metafóricos entre la geometría y la aritmética, por lo que fue necesario un cambio radical de imaginario para que pudieran empezar a formularse las metáforas sobre las que se construyó lo que más tarde se llamaría álgebra.

Segundo, hace falta también que la metáfora viva, una vez concebida, encuentre un caldo de cultivo adecuado para crecer y consolidarse. Y ese caldo de cultivo no puede ser sino social, integrado al menos por algunos grupos para los que la nueva percepción tenga sentido y valga la pena. La historia de la ciencia está llena de ejemplos de metáforas originales que fueron ignoradas o incluso ridiculizadas en el momento de
su formulación y que hubieron de esperar a que alguien, ya desde otro imaginario diferente, las recuperase y las viera aceptadas por un entorno social más propicio. Una forma habitual de generar metáforas vivas que, no obstante, obtengan cierto consenso social es alterar o invertir una determinada constelación de metáforas zombis. Así, podemos invertir todas las metáforas que localizaban el tiempo en el imaginario ilustrado y generar un imaginario anti-ilustrado. En lugar de “atados al pasado” podemos hablar de estar “atados al futuro” y, de repente, toda una serie de figuras  irrumpen en el escenario: quienes han hipotecado su presente en créditos, planes de pensiones y seguros de vida; los ciudadanos que han de apretarse el cinturón al haberse comprometido sus Estados a “entrar en la modernidad”... Comparada con la naturalidad con que aceptamos la metáfora “atados al pasado”, estar “atados al futuro” resulta una expresión chocante, como chocante es toda metáfora viva, pero no tanto como para que carezca de sentido, pues se limita a recombinar de otro modo asociaciones que, de por sí, ya eran posibles en el imaginario ilustrado. El futuro al que ahora nos percibimos atados no deja de ser un lugar, tan lugar como antes era el pasado. Esa verosimilitud de las metáforas vivas obtenidas por alteración de otras muertas es la que hace probable
que encuentren terreno abonado en algunos grupos sociales para los que, además de tener sentido, pueden resultar valiosas. Tal es el caso de los movimientos de rebeldía frente a políticas que llevan a un futuro al que no se quiere ir, como ciertos sectores del movimiento antiglobalización (por cierto, ésa del ‘futuro global’, el futuro como un globo es quizá la última metáfora de esta estirpe) o el de ciertas culturas indígenas que
hoy se reorientan a “labrar el pasado” para cultivar en él los frutos que el “camino hacia la modernidad” ha prometido tanto como ha frustrado. La inversión de metáforas permite así detectar, y promover, cambios profundos en el imaginario. Cambios que, aunque dentro de las coordenadas que impone ese imaginario, pueden llegar a provocar un cambio de sistema de coordenadas o incluso -por seguir con esta metáfora
cartesiana-, tal vez, a un cambio en el imaginario radical que sustituya las coordenadas como matriz espacial en la que hayan de situarse las cosas y los acontecimientos. En tercer lugar, no es menos necesario que esa metáfora desbanque a otras que se le oponen y consiga ocupar su lugar, al menos en espacios sociales suficientemente amplios. La lucha por el poder es, en buena medida, una lucha por imponer las propias
metáforas. En esto el imaginario burocrático está apenas estudiado, pese a su descomunal poder de creación de realidad. Recuerdo el análisis que hacía una doctoranda mía que estaba trabajando sobre un conflicto entre un grupo de mariscadoras gallegas y la Administración local. Llegados a un punto que reclamaba un diálogo, la Administración impuso la metáfora que para ella era natural: había que constituir una
‘mesa de negociación’. Ya daba igual lo que en esa mesa pudiera acordarse, apuntaba mi alumna, sólo por haber asumido la metáfora las mariscadoras habían perdido la batalla, como de hecho la acabaron perdiendo. La mesa es lugar natural de negociación para el burócrata, el habitante natural de los despachos, pero no lo era para aquellas mujeres. Para ellas, el lugar donde se discutían los asuntos comunes, donde se
negociaba y se tomaban decisiones, es decir, el lugar propiamente político, el lugar de poder y, en este caso, de poder femenino, era la playa, esas playas donde se reunían con ocasión de mariscar. La mesa como lugar político era para ellas un lugar extraño, terreno enemigo. Hubieran debido, concluía la perspicaz doctoranda, acuñar su propia metáfora e imponérsela a aquellos políticos, hubieran debido llevarles a la ‘playa de
negociaciones’. Las decisiones habrían sido muy diferentes. Esto es todo. Espero, si no haberles ilustrado, sí al menos haberles contagiado algo de mi interés por las metáforas, esos sorprendentes habitantes del imaginario.

Cohesión social, democracia, participación social y lazo societal El caso de las minorías étnicas y nacionales en Canadá

Introducción.
Los temas de los discursos de la cohesión social La noción de cohesión social encierra la definición de una sociedad moderna como una entidad integrada, una comunidad donde los intereses individualistas
y las confrontaciones constituyen situaciones anormales y negativas. Tres procesos principales para promocionar la inclusión y la paz social están establecidos como normas:


1. La participación de todas las personas en las decisiones políticas o democratización, especialmente local, para afrontar las imperfecciones de la democracia representativa y de la burocracia estatal.
2. La reactivación de las interacciones sociales basadas sobre la confianza y la reciprocidad entre los miembros de una sociedad.
3. El incremento de las ideas de bien común, de compartimiento de valores y de solidaridad social entre los miembros de una sociedad. Estos procesos deben llevar a una negociación pacífica entre intereses divergentes, a una distribución justa de la riqueza y a la eliminación de situaciones anómalas o, haciendo uso de un término del lenguaje contemporáneo, de la exclusión, factores éstos considerados la base de la cohesión social. Al no imponer estos tres procesos, la espiral descendente de las sociedades contemporáneas conlleva a múltiples comunidades y a individuos atomizados.

Examinaremos estos tres temas en los discursos gubernamentales relativos a la cohesión social y veremos cómo hacen énfasis sobre comportamientos individuales para explicar desigualdades y para promover soluciones a dichos problemas sociales, cómo reducen la democratización en la participación en la gerencia
pública y cómo proponen una definición de pertenencia social fundada sobre una lealtad hacia el Estado y valores de las mayorías culturales. Si bien estas definiciones tienen incidencia sobre todos los actores, miraremos de forma más particular sus implicaciones para las minorí'as étnicas y nacionales en Canadá.
A comienzos de los años noventa, estos temas fueron defendidos por Estados de la OCDE.' Se sostuvo que la pérdida de cohesión social resultaba de la influencia de varios factores creados o incrementados por la globalización^ de los mercados y de la producción. Se hizo también referencia a los nuevos requerimientos
del mercado laboral (alta calificación y mejor flexibilidad de la fuerza de trabajo), al aumento de las desigualdades socio-económicas y a la polarización social, al cambio de valores y de las costumbres,^ haciendo caso omiso del papel desempeñado por los Estados en estos asuntos.''

I. Desigualdades sociales y democratización

Surge una pregunta a través de los debates políticos relacionados con la pérdida de cohesión social en las sociedades contemporáneas; ¿cómo movilizar a los individuos en favor de cambios sociales y económicos inducidos por cuenta de la globalización? O dicho de otro modo, ¿cómo la gente puede adquirir suficiente
conciencia de su comunidad para participar en esas transformaciones y sentirse tanto responsable como comprometida con ella? Dadas las desigualdades sociales y los conflictos de intereses entre las categorías sociales de acuerdo con su posición en las relaciones económicas y políticas de poder, la respuesta a esas preguntas parecería implicar la consideración estructural y sociológica y no los fundamentos psicológicos de las desigualdades sociales. De no ser así, todos los intentos para fomentar valores comunes y un sentido de comunidad carecerían de sentido. No obstante, dos mensajes se transmiten para crear cohesión social.
Los factores individuales (socialización familial o en la escuela, integración a círculos sociales), o bien, un individualismo egoísta, explican comportamientos sociales deficientes (deserción escolar, recurso a asistencia pública, delincuencia, violencia urbana) o demasiados pleitos jurídicos relacionados con los derechos de
particulares. Este énfasis sobre los factores individuales constmye la imagen, algunas veces criticada,^ de una sociedad configurada por un centro de individuos exitosos y por un margen de otros fracasados. Por otra parte, la imagen de una sociedad estratificada por desigualdades sociales es inexistente, y nuevas medidas
de justicia social y de igualdad son consideradas como irrealistas dados los limitados recureos del Estado. Una responsabilidad por la integración social (especialmente socioeconómica) se exige de los individuos que se encuentran desempleados, sujetos a cambios del mercado de trabajo, a problemas familiares, a dificultades de aprendizaje, y así sucesivamente.

Éstos son temas discursivos de los actuales Gobiernos de los países de la OCDE, principalmente conformados por social-demócratas, que miran las desigualdades sociales a través de la definición de las poblaciones de riesgo, o sea, incapaces de un rendimiento social y económico sin una asistencia social publica. No apuntan a reducir las causas estructurales de los riesgos incurridos por estas poblaciones, en vez de ello, buscan convencerlas para que cambien su comportamiento y adquieran calificaciones. Este nuevo espíritu se encuentra incorporado en los programas de empleo adoptados durante el decenio de 1990
en varios países (White, 2001) incluyendo, por ejemplo, programas para jóvenes desempleados (Québec, Francia, Gran Bretaña, como en algunas municipalidades de Italia) y programas asistenciales de trabajo adoptados en Estados Unidos (Wisconsin, Minnesota, Connecticut).


Un segundo mensaje ineludible, transmitido a través de estos discursos, tiene que ver con la reforma de políticas públicas para incrementar la democratización. Dicha democratización es concebida como una cooperación entre actores privados (asociaciones, individuos, ONGs, etc.) y públicos que podrá potenciar a los ciudadanos. En nombre de la responsabilidad^ de todos hacia la sociedad y de una mayor eficiencia de las políticas, se hace imprescindible tomar en cuenta lo local, la especificidad de ciertas categonas sociales y las realidades individuales. También es defendida la idea de un ciudadano activo y responsable, uno que no busque simplemente beneficiarse de las libertades fundamentales, no obedezca leyes y pague impuestos, sino que también respete las obligaciones colectivas y sociales de cada uno (Helly, 1999, 2000c). Este mensaje se dirige especialmente a las personas que son víctimas de desigualdades sociales, pero igualmente a las grandes compañías (por ejemplo, en relación con la protección ambiental, la formación profesional, los «planes sociales» contra despidos en Francia en 2001, los cuales más tarde fueron rechazados por el Consejo Constitucional).

La idea de una ciudadanía activa, responsable, explica la disminución de las responsabilidades sociales por parte de las autoridades públicas y el nuevo papel asignado a actores privados, generalmente ONGs, en Canadá y en otros países.^ El sector de las ONGs dijo representar a las «comunidades», es entonces considerado preeminente y identificado como coadyuvante de la acción pública bajo la tutela del Estado. Por ejemplo, en Canadá, las ONGs étnicas, cualquiera que sea el origen étnico-cultural de sus miembros, han visto sus subsidios públicos sujetos a nuevos criterios y controles. Actualmente, las autoridades públicas definen la clientela específica que tienen que atender, sus objetivos de acción y los resultados por alcanzar, y así estas ONGs han sido transformadas en agencias subcontratadas por el Estado para atender a poblaciones específicas. Sin embargo, el sector de las ONGs, como actor social, debena representar los intereses y las demandas de grupos, tales como minorías étnicas, receptores de subsidios sociales, familias monoparentales, residentes de un distrito, etc., y responder a las necesidades definidas por estos grupos, y no por una autoridad pública.

En su nuevo papel, las ONGs pueden reapropiarse de cuestiones relacionadas con las poblaciones que ellas representan, pero ¿pueden de ahora en adelante transmitir las demandas y las necesidades por parte de estas poblaciones a las autoridades públicas? ¿Acaso su nueva situación financiera y política no las expone a considerar a los ciudadanos como a clientes, en vez de socios implicados en la toma de decisión de asuntos que les conciemen (Germain, Morin y Sénécal, 2001; White, 20014")? ¿Acaso su nueva situación no significa una búsqueda de cooperación en vez de confrontación, y obliga a sus líderes a asegurar
la continuidad de su fínanciamiento público? En el mejor de los casos, nos encontramos frente a una forma dinámica ambivalente de colaboración conflictiva. Las ONGs no desean, ni pueden, llegar a ser enteramente dependientes de las autoridades políticas y se arriesgan a su pérdida financiera (Germain et ai, ídem). En el peor de los casos, se les induce a hacer caso omiso de la reivindicación emanada de la sociedad civil.


Además, dada la importancia de las tareas del manejo administrativo, impuestas por el nuevo papel del sector de las ONGs, este sector se burocratiza. Esta evolución se justifica en el nombre de un uso eficaz y racional del dinero público. A partir de allí, una fracción significativa de la autonomía de la sociedad civil parece o reducida, o susceptible al control del Estado, mientras que la sociedad civil tendría que ser una fuente de oposiciones y de críticas. En los dos casos, el Estado no aparece como el agente para una participación más activa de los ciudadanos en decisiones referentes a ellos, sino más bien como el agente
para una definición económica del bien común.

El concepto de «lo político» (Mouffe, 1993) propuesto por esta definición de la democratización es el de una división más eficiente del poder a través de la participación creciente de individuos en la gerencia de los déficits sociales, pero no en decisiones relacionadas con las reformas estructurales que podrían reducir tales déficits. Sin embargo, mientras los fundamentos estructurales de las desigualdades sociales y políticas no se tengan en cuenta, hablar de una comunidad más igualitaria parece falso e ineficaz. Y la negación de la igualdad en el ejercicio del poder no parece resolverse por una potenciación de los ciudadanos bajo el amparo del Estado.

Ranciére (1995) y Walzer (1984) sostienen que tal democratización nace simplemente del deseo de manejar tensiones sociales. No es política, es decir, que no se encuentra arraigada en el derecho de cada ciudadano de transformar las relaciones de poder. En la historia de las democracias modernas, la reproducción de la desigualdad ha sido permanente y este proceso ha sido ampliamente descrito. Sabemos que el principio de la igualdad se ha respetado solamente después de luchas políticas, frecuentemente violentas; aquellos carentes de riquezas, poder e influencia y con sólo acceso a la libertad y la igualdad, se encontraron no sólo privados de derechos sino «borrados» de la escena democrática. Una serie de autores incluso consideran la ciudadanía como esencialmente discriminatoria (Okin, 1979; Pateman, 1988; Wallerstein, 1995).


«Lo político» se basa sobre conflictos relativos a la cuestión de igualdad, y un acto político puede ser únicamente una ruptura «de la lógica de la dominación, según la cual algunos tienen derecho a gobemaD> (Ranciére, 1995: 85; nuestra traducción). Dicho de otro modo, «lo político» tiene su razón de ser cuando un grupo demuestra la injusticia que sufre y se sitúa en una posición de igualdad con respecto a aquellos que no se encuentran afectados por esa injusticia.

Tal fue el caso de las mujeres que preguntaron si el trabajo doméstico o la maternidad eran asuntos privados o sociales, de los americanos negros que se declararon ciudadanos a cabalidad, o de los trabajadores del siglo Xix en adelante, que demostraron su ausencia de la definición de lo que se ha dado en llamar
el «bien común» o el «interés nacional». Tal es el caso de los movimientos críticos de la globalización cuando obstaculizan el desarrollo de los foros de OMC. También es el caso de los desempleados y de los beneficiarios de la asistencia social cuando se levantan a protestar porque ven disminuidas sus ventajas
sociales.

Pero los discursos gubernamentales y programas relacionados con la cohesión social no tienen como objetivo el reconocer las protestas sociales, o el promover de manera más igualitaria la distribución del poder, sino más bien la creación de una mano de obra^ exitosa y móvil, así como la reducción de los
costos de los programas sociales. Factores individuales, psicológicos y culturales se consideran como la raíz de una pobre inserción socioeconómica, y las demandas por una colaboración responsable con el Estado se convierten en el medio para satisfacer estos objetivos.

II. Capital social
La noción de la cohesión social también se basa en las ideas de una necesaria y fuerte participación social e implicación en redes, comunidades, organizaciones, así como de un sentido de confianza y de solidaridad, los cuales facilitarían la cooperación entre los ciudadanos, ayudarían a reducir problemas tales como
pobreza, crimen, aumentarían la participación política y permitirían un mejor gobierno. La noción de capital social es utilizada en este sentido de participación social, tanto en el ámbito internacional (Banco Mundial) como por las autoridades nacionales y locales.


Nos detendremos en esta interpretación del concepto de capital social en los discursos relacionados con la cohesión social, y en la manera en que estos lo instrumentalizan para realzar las deficiencias sociales o las fallas individuales.

1. Confianza, reciprocidad y cooperación

El concepto sociológico de capital social busca explicar los fundamentos de la acción colectiva y de la cooperación entre individuos anónimos (Axelrod, 1984; Coleman, 1990). Él se define como el desarrollo de una actitud de confianza de una persona hacia otras no familiares a ella, llegando a establecer relaciones de reciprocidad, de colaboración y de cooperación social (Levi, 1996; Boix y Posner, 1998; Newton, 1997).'^ Esta noción no es sinónimo de participación social, sino utilizado como tal, para promover la noción de la cohesión social.

La literatura relativa a capital social plantea, entre otras, dos preguntas: ¿puede la confianza considerarse un factor central en la cooperación entre individuos anónimos? ¿Cómo un individuo adquiere una actitud de confianza? Cuando uno habla sobre la cooperación en el seno de grupos productores de bienes colectivos, como asociaciones de padres, de residentes, de desempleados, de ecologistas, etc., uno tiene que pensar en la figura de\free rider. Éste es la persona que sabe que gozará de las ventajas obtenidas por un grupo, aun sin ser miembro. Puede ser que, en tales casos de cooperación, una actitud de confianza facilite la reunión de personas defendiendo un mismo interés, pero no la funda. El free rider no muestra ninguna de esas actitudes y ve su interés ser defendido. También resulta que la defensa del interés no es el factor primario de la cooperación. En el caso de la cooperación que produce un bien privado (los clubes del ocio, las iglesias, etc.), la figura del free rider no tiene cabida; aquí la confianza no motiva a los individuos a conocer a otros, más bien se trata de la búsqueda por satisfacción personal. Así, la confianza como la base para la
cooperación, sigue siendo una incógnita. Inversamente, la afirmación que sostiene que la cooperación o que la participación social produce confianza de forma mecánica resulta ingenua.

En lo que tiene que ver con el origen del capital social definido como actitud de fe en la posible reciprocidad de otros, y como la capacidad para apreciar tal reciprocidad, se considera como una capacidad relacional adquirida por la socialización primaria. Hardin (1993) arguye que esta capacidad podría ser adquirida a través la socialización secundaria. De hecho, la naturaleza de las experiencias sociales, pasadas y presentes, así como de las relaciones sociales podrían desempeñar un papel porque no son vividas por individuos abstractos sin memorias o intereses. Por lo tanto, si bien no se ve cómo un Gobierno podría actuar con eficacia para cambiar los procesos de la socialización primaria que conducen a una actitud de desconfianza hacia los extranjeros, uno puede notar cómo las experiencias sociales pueden verse afectadas por las intervenciones del Estado.


Sin embargo, los debates políticos sobre la cohesión social y el capital social no están considerando estas preguntas y conclusiones. Daremos algunos ejemplos ai respecto, Se anticipa que un fuerte capital social individual (participación social) es factor de buen gobierno porque si los individuos desarrollan confianza entre ellos, cooperarán y vigilarán las políticas públicas, asegurándose con ello una mejor gerencia gubernamental. Primera pregunta: ¿cómo aparece la confianza y la cooperación y cómo se consolidan? Segunda pregunta: ¿cómo podría la cooperación creciente engendrar un buen gobierno, en términos de eficacia, de costo y de representatividad? O, dicho en términos de Levi (1996: 49), ¿cómo podna una confianza interpersonal permitir que los ciudadanos se organicen, y penalicen con eficacia a los gobiernos que no desempeñen sus funciones de manera adecuada? ¿No es necesario considerar los factores que conducen a la carencia de coalición y de cooperación? Un factor invocado con frecuencia en discursos de los gobiernos es la carencia de la preocupación individual por la vida política y pública. En ese caso, las condiciones sociológicas de esta carencia parecen ser determinantes. ¿No son las mismas instituciones políticas (elecciones periódicas, democracia representativa), la cobertura de los medias, las acciones de políticos y otros factores los que producen esta carencia? Levi (1996) nos recordó que «hoy, los políticos son más dados a apuntar a poblaciones particulares que a incentivar una organización a gran escala. El resultado es un decrecimiento de la pertenencia política» y del voto.

En su estudio sobre los fundamentos de un buen gobierno en Italia, Putnam (Putnam et al., 1973) sostiene que una importante participación en asociaciones y clubes explica el desarrollo económico más avanzado y la valorización de la igualdad entre las poblaciones en el norte. Putnam explicó tal diferencia de participación en términos culturales generales. ¿Pero podna no deberse a las conexiones políticas históricas entre las regiones norteñas y meridionales de Italia (Boix y Posner, 1998: 687; Sabetti, 2000)? Cantidad de italianos en el Mezzogiomo tienen una opinión negativa de su influencia, sobre el poder y su participación en él, la cual reside en una interpretación de sus relaciones históricas con las regiones del norte.


Otra pregunta relacionada: ¿tiene siempre la cooperación social un impacto social positivo? ¿Cómo se puede creer que la cooperación social podría no ser el trabajo de facciones contra-democráticas y de individuos que no tienen ninguna preocupación general? En lo que tiene que ver con asuntos que postulan
una función cívica de la participación asociativa, se puede poner en tela de juicio como las asociaciones o las asambleas locales pueden más bien ser escuelas de conformidad, de autoritarismo y de intolerancia, o lugares donde prevalecen coaliciones de intereses egoístas.


De acuerdo con una idea mantenida desde los años ochenta por los analistas políticos americanos (Helly, 2000a), la participación activa en las asociaciones (pasatiempos, cultural, religiosa, caritativa, etc.) (Walzer, 1974, 1980, 1984), o en las asambleas políticas, especialmente locales (Barber, 1984), debe favorecer una confianza mutua, un sentido de la responsabilidad y una visión del bien común, una idea también ilustrada por Putnam (Putnam et al., 1973; Putnam, 2000). Según Barber, tanto las asambleas locales como los foros nacionales establecerían una «democracia sólida» o una «democracia participativa » y un sentido no-consensual, disidente pero comunitaria porque se construiría sobre el conflicto y el desacuerdo. Transformarían individuos solitarios en ciudadanos responsables dispuestos a discutir sus discordias, haciendo primar lo colectivo sobre las preocupaciones individuales.'" Pero Walzer (1992: 106-107)
y Barber (1984: 227) sostienen el principio del respeto por las libertades individuales y la necesidad de la intervención del Estado para reformar las asociaciones o las asambleas autoritarias o no equitativas. La participación considerada como beneficiosa para el bien común implicaría una corrección democrática por
parte del Estado.

Otra cuestión surge: ¿cómo podrí'a asegurarse la cooperación entre partidos desiguales? ¿Podría ser a través del respeto de los valores de la igualdad, de la caridad y del humanismo de las categorías sociales más dominantes? Pero la historia moderna parece decir que el conflicto o la necesidad de concesiones
constituyeron los factores que indujeron medidas más igualitarias y no el respeto de estos valores.


Los individuos con poder y aquellos carentes de él pueden, de hecho, reagruparse sobre la base de un objetivo común (el placer encontrado en una actividad, la defensa de intereses específicos, la semejanza de costumbres o valores). ¿Cómo pensar que tai coalición se aplicaría a un objetivo social común y tendería a defender intereses más generales, nacionales por ejemplo? De forma inversa, la cooperación creciente entre los ciudadanos podría dar lugar a una multiplicación de grupos de lobby.


En virtud del valor central de la igualdad en el discurso de la democracia, la cooperación entre los partidos desiguales parece fundamentarse sobre el hecho de que las expectativas de la reciprocidad se mantengan. La reducción de desigualdades sociales a través de políticas públicas parece constituirse en la base más real de mejores relaciones sociales entre los ciudadanos que cualquier cooperación creciente entre ellos. En lo que atañe a las minorías étnicas, las intervenciones del Estado podrían transformar sus experiencias sociales, o su percepción respecto a experiencias de ciudadanos coterráneos. Se pueden mencionar medidas verosímiles para luchar contra la discriminación: amplios programas de acción «positiva» en los sectores privados y públicos, políticas más abiertas de inmigración, programas de inserción lingüística, validación justa de diplomas extranjeros y de experiencias profesionales.

Finalmente, una última pregunta: ¿cómo cambiar opiniones arraigadas a la no-cooperación? Levi (1996: 48) nos recuerda que una serie de canadienses francófonos consideran que cualquier promesa del Gobierno federal no será cumplida. ¿Podría una cooperación social creciente entre los francófonos cambiar su opinión? Fácilmente podría pensarse lo contrario. Ni Putnam ni Fukuyama (1995) ofrecen respuestas a las preguntas antes mencionadas; las soluciones, para ellos, comienzan con la cooperación creciente dentro de la sociedad civil. Para explicar el declive de la participación social observado en Estados Unidos," Putnam (1995, 19%, 1999) señala al mismo tiempo una carencia de la voluntad política y el impacto negativo de nuevos comportamientos y costumbres, en particular el papel que la televisión desempeña en lasociedad. Según él, la financiación estatal de las asociaciones, la promoción de la ayuda mutua y la creación de un nuevo cuerpo de agentes de servicios sociales incentivarían la cooperación. El punto neural en discusiones sobre el capital social, el buen gobierno y la cohesión social parece ser el papel del Estado.

2. Capital social, agrupaciones o redes de relaciones sociales Los discursos acerca de la cohesión social hacen caso omiso de otros problemas o límites de la cooperación cuando hablan de «capital social» como participación social y asumen que las agrupaciones o las redes de relaciones sociales son útiles para la inserción social de una persona (tal como acceso al empleo, ayuda en momentos críticos, realización económica, salud y éxito). De acuerdo con esta afirmación, el concepto de connectedness (conectividad) se crea como indicador para la existencia de sentido del bien común, o por lo menos de la responsabilidad
social. Un valor se atribuye a las inscripciones individuales múltiples en agrupaciones y redes porque siendo más fuerte la cooperación de cada uno, más sólida será su protección contra riesgos.

Se emprendieron investigaciones para comprender por qué en los distritos pobres, especialmente guetos de americanos negros, los índices de delincuencia eran bajos. En un muy difundido estudio (Sampson, Earls y Raudensbusch, 1997), se encontró que un control social informal era ejercido por los residentes
(vigilancia de las calles, ayuda mutua) debido a las relaciones que desarrollaban entre ellos, sin saber cómo se establecieron estas relaciones.'^ Otro ejemplo dado frecuentemente de la eficiencia de la inserción social en la red es que las personas más sanas tienen más amigos. Es cierto, sin embargo ¿qué significa
esto sociológicamente y qué si el Gobierno quiere intervenir para asegurar una mejor salud para la población? A este respecto, un informe de OCDE (2001) explica lo siguiente: El capital humano - habilidades y conocimiento - capital social - redes y valores compartidos incentivan la cooperación social, se encuentran fuertemente relacionados tanto entre ellos como con el bienestar. Una mejor educación va de la mano con una mejor salud: personas más educadas fuman menos, hacen más ejercicio y tienen menor probabilidad de ser gordas (las personas realizan 17 minutos más de ejercicio por semana por cada año adicional de escolarización). La educación parece ir con mayor felicidad, aunque los lazos sociales y la buena salud son aún más importantes. Éstos también están conectados: la persona mayor sin amigos o
los parientes parece tener un riesgo más alto de desarrollar demencia o la enfermedad de Alzheimer... La educación superior va con actividades de voluntariado, la participación social, y el compromiso social y cívico aparece como más estable o en incremento en la mayoría de los países de OCDE.

Una pregunta por hacerse: ¿cómo un individuo adquiere la capacidad de construir una red o una asociación de relaciones sociales? Respuestas claras provienen de la literatura (Charbonneau y Turcotte, 2002). Esta capacidad es una forma de conocimiento, y una disposición personal adquirida gracias a la socialización primaria (Jones 1985; Montgomery et al., 1991; Nurmi et al., 1997). Además, la idea de poseer una red tiene una gran influencia, a veces mayor que la realidad objetiva de la red (Cutrona, 1986). En estas condiciones, cualquier medida dirigida a multiplicar las relaciones sociales de un individuo con el propósito de mejorar su inserción en la fuerza de trabajo, carece de valor. Otra conclusión propuesta por Forsé (2001) realizando una revisión de la literatura sobre el tema: el capital social, entendido como inserción en redes, dobla los efectos del origen social. Analizando los trabajos de Granovetter (1982) en los
enlaces débiles (liens faibles), con personas no cercanas, Lin (1982) demostró que tales enlaces facilitan el acceso a mejores trabajos. El autor propuso una explicación, los mencionados enlaces relacionan cúmulos y personas de diverso origen social, mientras que los enlaces de carácter fiíerte (liens forts) se tejen entre individuos del mismo ambiente y estatus social. Los primeros, a diferencia de los segundos, pueden modificar una estructura jerárquica y aumentar el estatus social de una persona.


Forsé (2001: 196) plantea una pregunta: ¿si la participación social tiene un impacto sobre el nivel del estatus social logrado, constituye un recurso en sí mismo, o dobla los efectos del origen social? Una investigación del INSEE (1998), que incluyó una pregunta sobre la red utilizada cuando se busca un empleo, sugirió
una respuesta. Un 36,4 % de las 10.901 personas de cualquier ¿dad había recurrido a medios personales (envío de un CV, anuncios clasificados), 18,1 % a agencias de empleos, 17,5 % a enlaces frágiles (colegas, vecinos, amigos, etc.), 5,5 % a familiares y 4,3 % a su escuela. Se deduce del análisis que las personas
de ambientes menos favorecidos y con menor nivel de escolarización recurren principalmente a la parentela y obtienen pocos empleos. Y su recurso a los enlaces débiles no se muestra mucho más eficaz. En estas circunstancias, si un Gobierno busca más igualdad y actuación social y económica, debe incrementar los
recursos humanos, la enseñanza y la formación continuada (cursos de extensión), y no apuntar a un crecimiento en el capital social individual.

ni. Valores comunes y pertenencia social
Lograr un sentido de comunidad y de pertenencia social constituye otro tema importante de los discursos relacionados con la cohesión social. En este punto, el Gobierno canadiense, más que otro Estado de la OCDE, enfatizó sobre la necesidad de la lealtad al Estado, en un sentido de pertenencia social y en el
compartimiento de valores comunes. La dificultad que el Gobierno federal ha tenido históricamente para construir una imagen de la unidad canadiense y de un nacionalismo canadiense explica este hecho (Helly, 20006, d). En virtud de este énfasis sobre la pertenencia social por parte de los gobiernos canadienses
desde 1990, nos dedicaremos a describirlo más detenidamente, y a ver sus implicaciones para las minorías étnicas y nacionales. Un enlace social o lazo societal en sociedades democráticas contemporáneas
puede tomar una o varias de las cuatro formas principales (Helly y Van Schendel, 2001):


A) Un enlace jurídico-político o enlace ciudadano. La ciudadanía, o el goce de la igualdad política y de las libertades fundamentales, fue considerada durante mucho tiempo el enlace social en un sistema democrático moderno. De acuerdo con las teon'as filosóficas liberales y republicanas, ser parte de una sociedad significa participar en el Estado, la autoridad responsable en materias de bien común y de protección de la igualdad, de los derechos políticos y de las libertades. Así, cada Estado se mira de forma distinta de acuenio con las particularidades de su sistema político y legislativo (en Canadá, deben incluirse los sistemas parlamentarios y federales, la Carta de los Derechos y de las libertades y las decisiones de la Suprema Corte).

B) Un enlace civil, es decir, la naturaleza de las relaciones sociales y la calidad de vida dentro de la sociedad. Cantidad de aspectos que apoyan este enlace son codificados por el Estado y la acción legislativa, pero dependen también de actitudes, mentalidades y comportamientos provenientes de la historia y de las relaciones de poder entre los grupos culturales, los grupos lingüísticos, y las categonas sociales. Por ejemplo, todos los Estados de la OCDE adoptaron una legislación antidiscriminatoria, pero las sociedades civiles de estos países muestran un respeto diferente de estas leyes. La base de este enlace societal no es tomada en cuenta por los sociólogos o los analistas políticos, aun si constituye un factor determinante hoy en día, debido a que los individuos conceden mucha importancia a las cuestiones como la calidad de vida, las relaciones sociales, las identificaciones y las costumbres.

C) Un enlace estatal, o sea, una valorización de un Estado en razón de sus políticas siempre y aun particulares (economía, empleo, escuela, social, fiscal, internacional, cultural, etc.).

D) Un enlace nacional, en términos del significado conceptual de la nación, es decir, comunidad arraigada en una historia y una cultura percibidas como comunes.

Tres formas de enlace social son muy fuertes en Canad4 el ciudadano, el estatal y el civil. En efecto, muchos canadienses dicen estar orgullosos de pertenecer a una de las sociedades más progresistas de la OCDE donde se asegura el respeto por las libertades, un alto nivel de consumo, la asistencia social y la pazcivil (Conseil Privé, 1998, capítulo 4: 21). Y este orgullo se refuerza gracias a clasificación otorgada por las Naciones Unidas. Cuando las autoridades gubernamentales canadienses opinan acerca de los fundamentos de la «pertenencia canadiense », hacen referencia a su régimen político (especialmente la Carta de los
Derechos), a las políticas sociales, al tratamiento de minorías, la paz civil y, a veces, al papel pacífico desempeñado por Canadá en la escena intemacional. Esto es, un discurso típico sobre la idea de comunidad cuando se trata de construir la imagen de similitudes entre canadienses en vez de hablar de diferencias, como
un aumento en la tasa de la pobreza, de demandas por paite de los indígenas y de los quebequenses, de los desacuerdos acerca de la poh'tica ambiental y de los debates sobre la reforma del sistema'^ parlamentario federal canadiense.

Sin embargo, sigue habiendo algunas preguntas pendientes de ser resueltas cuando los Gobiernos opinan sobre el compartir valores. En primer lugar, ¿pueden los valores compartidos o el consenso en una
sociedad erradicar antagonismos y confi-ontaciones, y aumentar la cohesión social? La pasión por la igualdad en las sociedades modernas, sostuvo Lipset (1964), ha estado en la base de confrontaciones desde la creación de las democracias. La igualdad constituye la referencia central para una matriz de interpretaciones divergentes de las relaciones y de los estatus sociales. Es este carácter abierto de la
interpretación moderna de la jerarquía social por el mérito personal, la historia individual o la dominación política o económica entre las clases o las categorías sociales, el que abre espacios de ceimbio en las sociedades modernas. Hace medio siglo, Tumer (1953-1954 en Padioleau, 1999) observó que un
acuerdo sobre valores comunes entre los miembros de una sociedad no asegura la paz social y el consenso. Por ejemplo, no se puede hacer caso omiso de las contradicciones generadas por los valores libertíd e igualdad, pues resultan ser las fuentes mismas del conflicto en los sistemas democráticos. La democracia
no es consenso; es el derecho a expresar diferentes opiniones y protestar contra la dominación. Entonces, ¿fluye mecánicamente un sentido de pertenencia social al compartir valores comunes tales como igualdad?
En segunda instancia, ¿corresponden los valores concedidos a las normas y las prácticas de un sistema político-legal, a las poh'ticas del Estado o a la vida civil en una sociedad, a un sentido de pertenencia a esa sociedad? ¿O corresponden solamente a una concepción racional, instrumental, de la vida en una
sociedad? Una sociedad puede ser percibida no como comunidad, sino simplemente como ambiente conveniente para las costumbres e intereses de cada uno.

¿Por qué mencionar o esperar un sentido de pertenencia, una actitud de lealtad, una fidelidad, un afecto emocional o un compromiso personal? La única obligación que una persona tiene hacia la sociedad en la cual ella vive es el respeto por el enlace jurídico, por las leyes y las reglas; no tiene ninguna obligación de
desarrollar un sentido de pertenencia. Esta posibilidad, este derecho de indiferencia y de inconformismo deben ser mantenidos a riesgo de abrir un espacio en el cual los individuos vengan a ser categorizados según una escala normativa.

A la luz de lo anterior, las personas pueden ser consideradas canadienses en razón de su sólido compromiso hacia Canadá, sus instituciones y sus costumbres, mientras que otras podrían ser vistas como residentes fríos y egoístas. ¿Qué significa desarrollar un sentido de pertenencia social si el enlace político-legal resulta insuficiente para definir un canadiense? ¿Se haría, como sugieren frecuentemente los discursos sobre la cohesión social, a través de estándares, tales como la solidaridad y la responsabilidad sociales? De ser así,
¿por qué no organizar un debate público al respecto e introducir el derecho a trabajar o a un salario mínimo (Schnapper, 2000)? ¿O debemos creer que el enlace social sería definido por la conformidad con los valores de la mayoría, las prácticas y las opiniones tales como las costiimbres, la religión, la defensa
del federalismo o la práctica de uno de los dos idiomas oficiales? Evidencia de tal posibilidad fue la reforma propuesta a la ley canadiense de la inmigración en 1999. La reforma impuso a cada inmigrante con residencia permanente en Canadá, un plazo de tres años o más, para ser candidato a la ciudadara'a, porque, fue argumentado, un inmigrante debe «conocer las costumbres del país» antes de merecer la ciudadanía. De igual manera, la reforma propuso como obligación para el inmigrante hablar uno de los idiomas oficiales.

El derecho a vivir en Canadá dependería de la capacidad de hablar fi-ancés o inglés, porque este conocimiento se considera imprescindible para la participación adecuada en sociedad. Si esto constituye una realidad sociológica, y lo es, ¿por qué no adoptar una ley que obligue a las compañías privadas y a las
instituciones públicas a ofrecer programas de enseñanza de estos idiomas, y proponer el fínanciamiento por parte del Estado para que esto resulte posible? De hecho, el recurso a la necesaria pertenencia canadiense parece un paliativo a la ausencia de decisiones políticas en los campos en los cuales la igualdad se encuentra en riesgo, tanto como una regresión a valorar las costumbres de la mayoría, sus prácticas, sus valores y sus estándares'* culturales y lingüísticos. Los cambios realizados en la política del multicülturalismo son ilustrativos a ese respecto.


Desde 1995, además de la igualdad, de la libertad y del respeto por la pluralidad cultural y la dignidad de cada persona, el multicülturalismo debe promover las relaciones inter-étnicas y la responsabilidad social como medios para arraigar una identidad canadiense común y un sentido de la lealtad hacia Canadá (Government of Canadá, Canadian Heritage, 1997). ¿Qué significa este nuevo mandato y cuál es el valor de los programas adoptados desde 1995? Tres aspectos deben ser considerados: los objetivos de la participación a la comunidad, la intensificación de un sentido de pertenencia social y la igualdad racial.
Desde 1995, las ONGs monoétnicás tienen un acceso restringido al financiamiento debido a la necesidad de crear lazos entre toda la sociedad y las minorías étnicas y fomentar un sentido de pertenencia social, como si la heterogeneidad étnica y la cohesión social representaran una oposición. La preferencia en términos del fínanciamiento se concede a las ONGs multiétnicas, o a ONGs conformadas por miembros de una de las dos mayorías culturales. Además, solamente ciertas actividades de las ONGs monoétnicas (lucha contra la discriminación, inserción en el mercado de trabajo, igualdad de las mujeres y de las generaciones, socialización de la gente joven, etc.) se aceptan, mientras que las actividades culturales se dejan de lado. Se ha sugerido que las comunidades históricas formadas antes de 1970 se muestran «atrincheradas» culturalmente, y que las formadas desde finales de la década de los setenta, tienen mayor dificultad de inserción social que cultural. Resulta que las ONG monoétnicas deben asumir la financiación de sus actividades culturales y que la promoción del respecto por la diferencia cultural no parece un objetivo central del multiculturalismo.'^ La cooperación interétnica y la adopción de costumbres permitiendo una mejor inserción social lo son. ¿Este objetivo podría ser loable, pero cómo consolidar un sentido de pertenencia
canadiense entre los inmigrantes y sus descendientes? Todos los estudios han demostrado que casi un 90 % de los inmigrantes y sus descendientes desarrollan un fiíerte lazo con el Estado canadiense. Igualmente, una serie de investigaciones (Whitaker, 1992; Kalin, 1996; Kymlicka, 1998; Mendelsohn, 1999; Helly
y van Schendel, 2001, al igual que algunas encuestas) demuestran que la identificación con una cultura minoritaria, o con la nación quebequense, se acompaña generalmente por, o se refiíerza con, una fuerte identificación con el Estado federal. Por el contrario, investigaciones en Estados Unidos (Glick Schiller et
al., 1992; Basch, Glick Schiller y Szanton Blanc, 1994) ilustran cómo la percepción de un rechazo social o cultural favorece la identificación de los inmigrantes con las comunidades transnacionales y el país de origen.

Además, cualquier tentativa por considerar un sentido de pertenencia tan sólo a una sociedad parece
ser válida para quienes no se encuentran implicados en redes binacionales o multinacionales (Featherstone, 1990; Robeitson, 1992; Featherstone et ai, 1995; Hannerz, 1997). Para las minorías étnicas, una de las formas más genuinas de igualdad social y de arraigo de pertenencia canadiense sería la ausencia de discriminaciones cotidianas y sistémicas. Uno de los últimos estudios relativos a la situación de las minorías raciales en el mercado del trabajo demuestra cómo éstas se encuentran en un desfase salarial con respecto al resto de la población, un déficit perfectamente atribuible al racismo (Pendakur, 2000: capítulo 5). Es difícil
imaginarse cómo tal disparidad podría consolidar un fiíerte sentido de pertenencia canadiense o un sentido de la solidaridad y de la igualdad. Además, los Gobiernos canadienses y provinciales no siempre regulan de
forma justa los estándares de la equivalencia de diplomas extranjeros y nacionales, como tampoco las experiencias profesionales de inmigrantes, además de no ofreceries a muchos de ellos programas útiles de formación profesional. Al actuar de esta manera, se mantiene la imagen de una parte de los inmigrantes
como elementos inadecuados y costosos para la sociedad, tal imagen impide la aceptación de la inmigración y el sentido de pertenencia social de estos inmigrantes. Finalmente, en Canadá, los programas de la acción «positiva» muestran pocos resultados si se les compara con aquellos adecuados para el mismo efecto
en Estados Unidos (Bowen y Bok, 1998).


Como para las minorías nacionales, la noción de pertenencia societal resulta totalmente ineficaz frente a las demandas regionales o al secesionismo. Estas reivindicaciones son poco aplicables a la desigualdad socioeconómica y cultural pero más a la igualdad pob'tica, como una forma de redistribución del
poder. La globalización ha demostrado hasta qué grado estas reivindicaciones son más políticas que culturales. Al incrementar el acceso a los mercados extranjeros y al demostrar la importancia de la dependencia económica internacional, la globalización reduce y agrava los enlaces entre los Estados centrales, los Estados regionales y las minorías nacionales; y revive los conflictos históricos. De hecho, el acceso a mercados más amplios a nivel continental y global reduce la dependencia de las economías regionales sobre mercados nacionales y los Estados nacionales y favorece el desarrollo de las regiones capaces de integrarse en mercados internacionales. Esto refuerza el cuestionamiento sobre las economías planificadas a nivel estatal, consolida la crítica a la estructura piramidal y al centralismo de los Estados y sus tecnocracias y ofrece argumentos a las reivindicaciones regionales o secesionistas. El carácter local de las dinámicas económicas y las ideas de subsidiaridad y de descentralización como coadyuvantes al desarrollo económico y a la integración al mercado mundial, son justamente argumentos invocados por los movimientos regionales y secesionistas, así como el derecho de reproducir una especificidad histórica o cultural (El País de Gales, de Escocia, País Vasco, Cataluña, Flandes, Québec y la Coalición Transalpina Franco-Italiana).

La cuestión no es si la reivindicación nacionalista genera una fragmentación social y nacional nociva, ya que es necesario demostrar que no corresponde a un proceso de democratización y a una distribución más justa de recursos entre las regiones y entre los individuos.'* Hay que recordar que, entre 1960 y 1970, los movimientos nacionalistas fueron considerados como reivindicaciones democráticas del centralismo estatal y de las distintas formas del desarrollo económico (Cahen, 1994), mientras tanto, ahora se encuentran definidos a veces como rezagos de cosmogonías tribales y etnoculturales que cuestionan el principio
de la universalidad, y eso carente de respeto por su orientación política y sus modalidades de la acción.'^ Frente a las protestas de orden nacionalista, regional o secesionista, hablar de cohesión social, de pertenencia social y de la ciudadanía responsable, resulta vano. Estos actores se encuentran organizados,
cooperan y poseen instituciones políticas capaces de definir sus necesidades.

Conclusión

De acuerdo con una tradición sociológica, la noción de cohesión social reactualiza el concepto de la sociedad como comunidad ligada por algunos valores sociales y políticos (Comte, Durkheim, incluso Weber, cuando habla de la desilusión de la sociedad moderna). «Lo pob'tico» se toma en una negociación sobre
cómo distribuir los recursos y la riqueza de una sociedad, definidos en el marco de valores comunes compartidos y no de luchas sociales.

Otras definiciones pueden ser consideradas.'^ Una muy arraigada hoy día, neo-liberal y utilitarista, concibe la esfera poh'tica como un contrato, un acuerdo entre lo categórico, lo corporatista y los intereses individuales, e insiste en el libre albedno y la iniciativa individual, y la libertad personal de escoger sigue
siendo su principio más importante, incluso por encima del principio de la igualdad. La cohesión social no constituye una preocupación de esta escuela, que considera que cualquier imposición de enlace colectivo entre los miembros de una sociedad toca su libertad. Considera también que cualquier ayuda pública
debe sujetarse a los criterios de rendimiento (Mead, 1997).

Para nosotros, «lo político» en una sociedad democrática está en la revelación y el cuestionamiento de la distribución desigual de los recursos y de la riqueza producida por las relaciones económicas, culturales, simbólicas y políticas del poder. Así, ninguna idea de compartir valores, de pertenencia social, de
incremento de la cooperación o de consolidación de comunidades se dirige a esta forma de conflicto y no ayuda ni a la igualdad y ni a democracia. Por el contrario, obstaculiza los fundamentos mismos de la democracia omitiendo el papel y la legitimidad de las luchas políticas y de las protestas sociales expresadas
más allá de la escena parlfimentaria.

Además, no se pueden oponer la comunidad, los enlaces sociales o contractuales y la lucha poh'tica Ninguno de esos enlaces es válido excepto cuando satisface las aspiraciones de los agentes que se adhieren a él, o que se someten a él. Cuando producen o reproducen desigualdades y marginalización, pierden
su eficacia y conducen a demandas por nuevos derechos y enlaces. Estas demandas no pueden considerarse como degeneración del enlace social, sino más bien como un rechazo de un enlace colectivo percibido como deficiente. Y se crea una comunidad falsa cuando se exige un incremento de responsabilidad social, un sentido de pertenencia societal, o cuando se trata de crear un enlace social, sin considerar las mencionadas reivindicaciones o al ser inconsciente de ellas (Farrugia, 1993: 216).