miércoles, 27 de junio de 2012

Cohesión social, democracia, participación social y lazo societal El caso de las minorías étnicas y nacionales en Canadá

Introducción.
Los temas de los discursos de la cohesión social La noción de cohesión social encierra la definición de una sociedad moderna como una entidad integrada, una comunidad donde los intereses individualistas
y las confrontaciones constituyen situaciones anormales y negativas. Tres procesos principales para promocionar la inclusión y la paz social están establecidos como normas:


1. La participación de todas las personas en las decisiones políticas o democratización, especialmente local, para afrontar las imperfecciones de la democracia representativa y de la burocracia estatal.
2. La reactivación de las interacciones sociales basadas sobre la confianza y la reciprocidad entre los miembros de una sociedad.
3. El incremento de las ideas de bien común, de compartimiento de valores y de solidaridad social entre los miembros de una sociedad. Estos procesos deben llevar a una negociación pacífica entre intereses divergentes, a una distribución justa de la riqueza y a la eliminación de situaciones anómalas o, haciendo uso de un término del lenguaje contemporáneo, de la exclusión, factores éstos considerados la base de la cohesión social. Al no imponer estos tres procesos, la espiral descendente de las sociedades contemporáneas conlleva a múltiples comunidades y a individuos atomizados.

Examinaremos estos tres temas en los discursos gubernamentales relativos a la cohesión social y veremos cómo hacen énfasis sobre comportamientos individuales para explicar desigualdades y para promover soluciones a dichos problemas sociales, cómo reducen la democratización en la participación en la gerencia
pública y cómo proponen una definición de pertenencia social fundada sobre una lealtad hacia el Estado y valores de las mayorías culturales. Si bien estas definiciones tienen incidencia sobre todos los actores, miraremos de forma más particular sus implicaciones para las minorí'as étnicas y nacionales en Canadá.
A comienzos de los años noventa, estos temas fueron defendidos por Estados de la OCDE.' Se sostuvo que la pérdida de cohesión social resultaba de la influencia de varios factores creados o incrementados por la globalización^ de los mercados y de la producción. Se hizo también referencia a los nuevos requerimientos
del mercado laboral (alta calificación y mejor flexibilidad de la fuerza de trabajo), al aumento de las desigualdades socio-económicas y a la polarización social, al cambio de valores y de las costumbres,^ haciendo caso omiso del papel desempeñado por los Estados en estos asuntos.''

I. Desigualdades sociales y democratización

Surge una pregunta a través de los debates políticos relacionados con la pérdida de cohesión social en las sociedades contemporáneas; ¿cómo movilizar a los individuos en favor de cambios sociales y económicos inducidos por cuenta de la globalización? O dicho de otro modo, ¿cómo la gente puede adquirir suficiente
conciencia de su comunidad para participar en esas transformaciones y sentirse tanto responsable como comprometida con ella? Dadas las desigualdades sociales y los conflictos de intereses entre las categorías sociales de acuerdo con su posición en las relaciones económicas y políticas de poder, la respuesta a esas preguntas parecería implicar la consideración estructural y sociológica y no los fundamentos psicológicos de las desigualdades sociales. De no ser así, todos los intentos para fomentar valores comunes y un sentido de comunidad carecerían de sentido. No obstante, dos mensajes se transmiten para crear cohesión social.
Los factores individuales (socialización familial o en la escuela, integración a círculos sociales), o bien, un individualismo egoísta, explican comportamientos sociales deficientes (deserción escolar, recurso a asistencia pública, delincuencia, violencia urbana) o demasiados pleitos jurídicos relacionados con los derechos de
particulares. Este énfasis sobre los factores individuales constmye la imagen, algunas veces criticada,^ de una sociedad configurada por un centro de individuos exitosos y por un margen de otros fracasados. Por otra parte, la imagen de una sociedad estratificada por desigualdades sociales es inexistente, y nuevas medidas
de justicia social y de igualdad son consideradas como irrealistas dados los limitados recureos del Estado. Una responsabilidad por la integración social (especialmente socioeconómica) se exige de los individuos que se encuentran desempleados, sujetos a cambios del mercado de trabajo, a problemas familiares, a dificultades de aprendizaje, y así sucesivamente.

Éstos son temas discursivos de los actuales Gobiernos de los países de la OCDE, principalmente conformados por social-demócratas, que miran las desigualdades sociales a través de la definición de las poblaciones de riesgo, o sea, incapaces de un rendimiento social y económico sin una asistencia social publica. No apuntan a reducir las causas estructurales de los riesgos incurridos por estas poblaciones, en vez de ello, buscan convencerlas para que cambien su comportamiento y adquieran calificaciones. Este nuevo espíritu se encuentra incorporado en los programas de empleo adoptados durante el decenio de 1990
en varios países (White, 2001) incluyendo, por ejemplo, programas para jóvenes desempleados (Québec, Francia, Gran Bretaña, como en algunas municipalidades de Italia) y programas asistenciales de trabajo adoptados en Estados Unidos (Wisconsin, Minnesota, Connecticut).


Un segundo mensaje ineludible, transmitido a través de estos discursos, tiene que ver con la reforma de políticas públicas para incrementar la democratización. Dicha democratización es concebida como una cooperación entre actores privados (asociaciones, individuos, ONGs, etc.) y públicos que podrá potenciar a los ciudadanos. En nombre de la responsabilidad^ de todos hacia la sociedad y de una mayor eficiencia de las políticas, se hace imprescindible tomar en cuenta lo local, la especificidad de ciertas categonas sociales y las realidades individuales. También es defendida la idea de un ciudadano activo y responsable, uno que no busque simplemente beneficiarse de las libertades fundamentales, no obedezca leyes y pague impuestos, sino que también respete las obligaciones colectivas y sociales de cada uno (Helly, 1999, 2000c). Este mensaje se dirige especialmente a las personas que son víctimas de desigualdades sociales, pero igualmente a las grandes compañías (por ejemplo, en relación con la protección ambiental, la formación profesional, los «planes sociales» contra despidos en Francia en 2001, los cuales más tarde fueron rechazados por el Consejo Constitucional).

La idea de una ciudadanía activa, responsable, explica la disminución de las responsabilidades sociales por parte de las autoridades públicas y el nuevo papel asignado a actores privados, generalmente ONGs, en Canadá y en otros países.^ El sector de las ONGs dijo representar a las «comunidades», es entonces considerado preeminente y identificado como coadyuvante de la acción pública bajo la tutela del Estado. Por ejemplo, en Canadá, las ONGs étnicas, cualquiera que sea el origen étnico-cultural de sus miembros, han visto sus subsidios públicos sujetos a nuevos criterios y controles. Actualmente, las autoridades públicas definen la clientela específica que tienen que atender, sus objetivos de acción y los resultados por alcanzar, y así estas ONGs han sido transformadas en agencias subcontratadas por el Estado para atender a poblaciones específicas. Sin embargo, el sector de las ONGs, como actor social, debena representar los intereses y las demandas de grupos, tales como minorías étnicas, receptores de subsidios sociales, familias monoparentales, residentes de un distrito, etc., y responder a las necesidades definidas por estos grupos, y no por una autoridad pública.

En su nuevo papel, las ONGs pueden reapropiarse de cuestiones relacionadas con las poblaciones que ellas representan, pero ¿pueden de ahora en adelante transmitir las demandas y las necesidades por parte de estas poblaciones a las autoridades públicas? ¿Acaso su nueva situación financiera y política no las expone a considerar a los ciudadanos como a clientes, en vez de socios implicados en la toma de decisión de asuntos que les conciemen (Germain, Morin y Sénécal, 2001; White, 20014")? ¿Acaso su nueva situación no significa una búsqueda de cooperación en vez de confrontación, y obliga a sus líderes a asegurar
la continuidad de su fínanciamiento público? En el mejor de los casos, nos encontramos frente a una forma dinámica ambivalente de colaboración conflictiva. Las ONGs no desean, ni pueden, llegar a ser enteramente dependientes de las autoridades políticas y se arriesgan a su pérdida financiera (Germain et ai, ídem). En el peor de los casos, se les induce a hacer caso omiso de la reivindicación emanada de la sociedad civil.


Además, dada la importancia de las tareas del manejo administrativo, impuestas por el nuevo papel del sector de las ONGs, este sector se burocratiza. Esta evolución se justifica en el nombre de un uso eficaz y racional del dinero público. A partir de allí, una fracción significativa de la autonomía de la sociedad civil parece o reducida, o susceptible al control del Estado, mientras que la sociedad civil tendría que ser una fuente de oposiciones y de críticas. En los dos casos, el Estado no aparece como el agente para una participación más activa de los ciudadanos en decisiones referentes a ellos, sino más bien como el agente
para una definición económica del bien común.

El concepto de «lo político» (Mouffe, 1993) propuesto por esta definición de la democratización es el de una división más eficiente del poder a través de la participación creciente de individuos en la gerencia de los déficits sociales, pero no en decisiones relacionadas con las reformas estructurales que podrían reducir tales déficits. Sin embargo, mientras los fundamentos estructurales de las desigualdades sociales y políticas no se tengan en cuenta, hablar de una comunidad más igualitaria parece falso e ineficaz. Y la negación de la igualdad en el ejercicio del poder no parece resolverse por una potenciación de los ciudadanos bajo el amparo del Estado.

Ranciére (1995) y Walzer (1984) sostienen que tal democratización nace simplemente del deseo de manejar tensiones sociales. No es política, es decir, que no se encuentra arraigada en el derecho de cada ciudadano de transformar las relaciones de poder. En la historia de las democracias modernas, la reproducción de la desigualdad ha sido permanente y este proceso ha sido ampliamente descrito. Sabemos que el principio de la igualdad se ha respetado solamente después de luchas políticas, frecuentemente violentas; aquellos carentes de riquezas, poder e influencia y con sólo acceso a la libertad y la igualdad, se encontraron no sólo privados de derechos sino «borrados» de la escena democrática. Una serie de autores incluso consideran la ciudadanía como esencialmente discriminatoria (Okin, 1979; Pateman, 1988; Wallerstein, 1995).


«Lo político» se basa sobre conflictos relativos a la cuestión de igualdad, y un acto político puede ser únicamente una ruptura «de la lógica de la dominación, según la cual algunos tienen derecho a gobemaD> (Ranciére, 1995: 85; nuestra traducción). Dicho de otro modo, «lo político» tiene su razón de ser cuando un grupo demuestra la injusticia que sufre y se sitúa en una posición de igualdad con respecto a aquellos que no se encuentran afectados por esa injusticia.

Tal fue el caso de las mujeres que preguntaron si el trabajo doméstico o la maternidad eran asuntos privados o sociales, de los americanos negros que se declararon ciudadanos a cabalidad, o de los trabajadores del siglo Xix en adelante, que demostraron su ausencia de la definición de lo que se ha dado en llamar
el «bien común» o el «interés nacional». Tal es el caso de los movimientos críticos de la globalización cuando obstaculizan el desarrollo de los foros de OMC. También es el caso de los desempleados y de los beneficiarios de la asistencia social cuando se levantan a protestar porque ven disminuidas sus ventajas
sociales.

Pero los discursos gubernamentales y programas relacionados con la cohesión social no tienen como objetivo el reconocer las protestas sociales, o el promover de manera más igualitaria la distribución del poder, sino más bien la creación de una mano de obra^ exitosa y móvil, así como la reducción de los
costos de los programas sociales. Factores individuales, psicológicos y culturales se consideran como la raíz de una pobre inserción socioeconómica, y las demandas por una colaboración responsable con el Estado se convierten en el medio para satisfacer estos objetivos.

II. Capital social
La noción de la cohesión social también se basa en las ideas de una necesaria y fuerte participación social e implicación en redes, comunidades, organizaciones, así como de un sentido de confianza y de solidaridad, los cuales facilitarían la cooperación entre los ciudadanos, ayudarían a reducir problemas tales como
pobreza, crimen, aumentarían la participación política y permitirían un mejor gobierno. La noción de capital social es utilizada en este sentido de participación social, tanto en el ámbito internacional (Banco Mundial) como por las autoridades nacionales y locales.


Nos detendremos en esta interpretación del concepto de capital social en los discursos relacionados con la cohesión social, y en la manera en que estos lo instrumentalizan para realzar las deficiencias sociales o las fallas individuales.

1. Confianza, reciprocidad y cooperación

El concepto sociológico de capital social busca explicar los fundamentos de la acción colectiva y de la cooperación entre individuos anónimos (Axelrod, 1984; Coleman, 1990). Él se define como el desarrollo de una actitud de confianza de una persona hacia otras no familiares a ella, llegando a establecer relaciones de reciprocidad, de colaboración y de cooperación social (Levi, 1996; Boix y Posner, 1998; Newton, 1997).'^ Esta noción no es sinónimo de participación social, sino utilizado como tal, para promover la noción de la cohesión social.

La literatura relativa a capital social plantea, entre otras, dos preguntas: ¿puede la confianza considerarse un factor central en la cooperación entre individuos anónimos? ¿Cómo un individuo adquiere una actitud de confianza? Cuando uno habla sobre la cooperación en el seno de grupos productores de bienes colectivos, como asociaciones de padres, de residentes, de desempleados, de ecologistas, etc., uno tiene que pensar en la figura de\free rider. Éste es la persona que sabe que gozará de las ventajas obtenidas por un grupo, aun sin ser miembro. Puede ser que, en tales casos de cooperación, una actitud de confianza facilite la reunión de personas defendiendo un mismo interés, pero no la funda. El free rider no muestra ninguna de esas actitudes y ve su interés ser defendido. También resulta que la defensa del interés no es el factor primario de la cooperación. En el caso de la cooperación que produce un bien privado (los clubes del ocio, las iglesias, etc.), la figura del free rider no tiene cabida; aquí la confianza no motiva a los individuos a conocer a otros, más bien se trata de la búsqueda por satisfacción personal. Así, la confianza como la base para la
cooperación, sigue siendo una incógnita. Inversamente, la afirmación que sostiene que la cooperación o que la participación social produce confianza de forma mecánica resulta ingenua.

En lo que tiene que ver con el origen del capital social definido como actitud de fe en la posible reciprocidad de otros, y como la capacidad para apreciar tal reciprocidad, se considera como una capacidad relacional adquirida por la socialización primaria. Hardin (1993) arguye que esta capacidad podría ser adquirida a través la socialización secundaria. De hecho, la naturaleza de las experiencias sociales, pasadas y presentes, así como de las relaciones sociales podrían desempeñar un papel porque no son vividas por individuos abstractos sin memorias o intereses. Por lo tanto, si bien no se ve cómo un Gobierno podría actuar con eficacia para cambiar los procesos de la socialización primaria que conducen a una actitud de desconfianza hacia los extranjeros, uno puede notar cómo las experiencias sociales pueden verse afectadas por las intervenciones del Estado.


Sin embargo, los debates políticos sobre la cohesión social y el capital social no están considerando estas preguntas y conclusiones. Daremos algunos ejemplos ai respecto, Se anticipa que un fuerte capital social individual (participación social) es factor de buen gobierno porque si los individuos desarrollan confianza entre ellos, cooperarán y vigilarán las políticas públicas, asegurándose con ello una mejor gerencia gubernamental. Primera pregunta: ¿cómo aparece la confianza y la cooperación y cómo se consolidan? Segunda pregunta: ¿cómo podría la cooperación creciente engendrar un buen gobierno, en términos de eficacia, de costo y de representatividad? O, dicho en términos de Levi (1996: 49), ¿cómo podna una confianza interpersonal permitir que los ciudadanos se organicen, y penalicen con eficacia a los gobiernos que no desempeñen sus funciones de manera adecuada? ¿No es necesario considerar los factores que conducen a la carencia de coalición y de cooperación? Un factor invocado con frecuencia en discursos de los gobiernos es la carencia de la preocupación individual por la vida política y pública. En ese caso, las condiciones sociológicas de esta carencia parecen ser determinantes. ¿No son las mismas instituciones políticas (elecciones periódicas, democracia representativa), la cobertura de los medias, las acciones de políticos y otros factores los que producen esta carencia? Levi (1996) nos recordó que «hoy, los políticos son más dados a apuntar a poblaciones particulares que a incentivar una organización a gran escala. El resultado es un decrecimiento de la pertenencia política» y del voto.

En su estudio sobre los fundamentos de un buen gobierno en Italia, Putnam (Putnam et al., 1973) sostiene que una importante participación en asociaciones y clubes explica el desarrollo económico más avanzado y la valorización de la igualdad entre las poblaciones en el norte. Putnam explicó tal diferencia de participación en términos culturales generales. ¿Pero podna no deberse a las conexiones políticas históricas entre las regiones norteñas y meridionales de Italia (Boix y Posner, 1998: 687; Sabetti, 2000)? Cantidad de italianos en el Mezzogiomo tienen una opinión negativa de su influencia, sobre el poder y su participación en él, la cual reside en una interpretación de sus relaciones históricas con las regiones del norte.


Otra pregunta relacionada: ¿tiene siempre la cooperación social un impacto social positivo? ¿Cómo se puede creer que la cooperación social podría no ser el trabajo de facciones contra-democráticas y de individuos que no tienen ninguna preocupación general? En lo que tiene que ver con asuntos que postulan
una función cívica de la participación asociativa, se puede poner en tela de juicio como las asociaciones o las asambleas locales pueden más bien ser escuelas de conformidad, de autoritarismo y de intolerancia, o lugares donde prevalecen coaliciones de intereses egoístas.


De acuerdo con una idea mantenida desde los años ochenta por los analistas políticos americanos (Helly, 2000a), la participación activa en las asociaciones (pasatiempos, cultural, religiosa, caritativa, etc.) (Walzer, 1974, 1980, 1984), o en las asambleas políticas, especialmente locales (Barber, 1984), debe favorecer una confianza mutua, un sentido de la responsabilidad y una visión del bien común, una idea también ilustrada por Putnam (Putnam et al., 1973; Putnam, 2000). Según Barber, tanto las asambleas locales como los foros nacionales establecerían una «democracia sólida» o una «democracia participativa » y un sentido no-consensual, disidente pero comunitaria porque se construiría sobre el conflicto y el desacuerdo. Transformarían individuos solitarios en ciudadanos responsables dispuestos a discutir sus discordias, haciendo primar lo colectivo sobre las preocupaciones individuales.'" Pero Walzer (1992: 106-107)
y Barber (1984: 227) sostienen el principio del respeto por las libertades individuales y la necesidad de la intervención del Estado para reformar las asociaciones o las asambleas autoritarias o no equitativas. La participación considerada como beneficiosa para el bien común implicaría una corrección democrática por
parte del Estado.

Otra cuestión surge: ¿cómo podrí'a asegurarse la cooperación entre partidos desiguales? ¿Podría ser a través del respeto de los valores de la igualdad, de la caridad y del humanismo de las categorías sociales más dominantes? Pero la historia moderna parece decir que el conflicto o la necesidad de concesiones
constituyeron los factores que indujeron medidas más igualitarias y no el respeto de estos valores.


Los individuos con poder y aquellos carentes de él pueden, de hecho, reagruparse sobre la base de un objetivo común (el placer encontrado en una actividad, la defensa de intereses específicos, la semejanza de costumbres o valores). ¿Cómo pensar que tai coalición se aplicaría a un objetivo social común y tendería a defender intereses más generales, nacionales por ejemplo? De forma inversa, la cooperación creciente entre los ciudadanos podría dar lugar a una multiplicación de grupos de lobby.


En virtud del valor central de la igualdad en el discurso de la democracia, la cooperación entre los partidos desiguales parece fundamentarse sobre el hecho de que las expectativas de la reciprocidad se mantengan. La reducción de desigualdades sociales a través de políticas públicas parece constituirse en la base más real de mejores relaciones sociales entre los ciudadanos que cualquier cooperación creciente entre ellos. En lo que atañe a las minorías étnicas, las intervenciones del Estado podrían transformar sus experiencias sociales, o su percepción respecto a experiencias de ciudadanos coterráneos. Se pueden mencionar medidas verosímiles para luchar contra la discriminación: amplios programas de acción «positiva» en los sectores privados y públicos, políticas más abiertas de inmigración, programas de inserción lingüística, validación justa de diplomas extranjeros y de experiencias profesionales.

Finalmente, una última pregunta: ¿cómo cambiar opiniones arraigadas a la no-cooperación? Levi (1996: 48) nos recuerda que una serie de canadienses francófonos consideran que cualquier promesa del Gobierno federal no será cumplida. ¿Podría una cooperación social creciente entre los francófonos cambiar su opinión? Fácilmente podría pensarse lo contrario. Ni Putnam ni Fukuyama (1995) ofrecen respuestas a las preguntas antes mencionadas; las soluciones, para ellos, comienzan con la cooperación creciente dentro de la sociedad civil. Para explicar el declive de la participación social observado en Estados Unidos," Putnam (1995, 19%, 1999) señala al mismo tiempo una carencia de la voluntad política y el impacto negativo de nuevos comportamientos y costumbres, en particular el papel que la televisión desempeña en lasociedad. Según él, la financiación estatal de las asociaciones, la promoción de la ayuda mutua y la creación de un nuevo cuerpo de agentes de servicios sociales incentivarían la cooperación. El punto neural en discusiones sobre el capital social, el buen gobierno y la cohesión social parece ser el papel del Estado.

2. Capital social, agrupaciones o redes de relaciones sociales Los discursos acerca de la cohesión social hacen caso omiso de otros problemas o límites de la cooperación cuando hablan de «capital social» como participación social y asumen que las agrupaciones o las redes de relaciones sociales son útiles para la inserción social de una persona (tal como acceso al empleo, ayuda en momentos críticos, realización económica, salud y éxito). De acuerdo con esta afirmación, el concepto de connectedness (conectividad) se crea como indicador para la existencia de sentido del bien común, o por lo menos de la responsabilidad
social. Un valor se atribuye a las inscripciones individuales múltiples en agrupaciones y redes porque siendo más fuerte la cooperación de cada uno, más sólida será su protección contra riesgos.

Se emprendieron investigaciones para comprender por qué en los distritos pobres, especialmente guetos de americanos negros, los índices de delincuencia eran bajos. En un muy difundido estudio (Sampson, Earls y Raudensbusch, 1997), se encontró que un control social informal era ejercido por los residentes
(vigilancia de las calles, ayuda mutua) debido a las relaciones que desarrollaban entre ellos, sin saber cómo se establecieron estas relaciones.'^ Otro ejemplo dado frecuentemente de la eficiencia de la inserción social en la red es que las personas más sanas tienen más amigos. Es cierto, sin embargo ¿qué significa
esto sociológicamente y qué si el Gobierno quiere intervenir para asegurar una mejor salud para la población? A este respecto, un informe de OCDE (2001) explica lo siguiente: El capital humano - habilidades y conocimiento - capital social - redes y valores compartidos incentivan la cooperación social, se encuentran fuertemente relacionados tanto entre ellos como con el bienestar. Una mejor educación va de la mano con una mejor salud: personas más educadas fuman menos, hacen más ejercicio y tienen menor probabilidad de ser gordas (las personas realizan 17 minutos más de ejercicio por semana por cada año adicional de escolarización). La educación parece ir con mayor felicidad, aunque los lazos sociales y la buena salud son aún más importantes. Éstos también están conectados: la persona mayor sin amigos o
los parientes parece tener un riesgo más alto de desarrollar demencia o la enfermedad de Alzheimer... La educación superior va con actividades de voluntariado, la participación social, y el compromiso social y cívico aparece como más estable o en incremento en la mayoría de los países de OCDE.

Una pregunta por hacerse: ¿cómo un individuo adquiere la capacidad de construir una red o una asociación de relaciones sociales? Respuestas claras provienen de la literatura (Charbonneau y Turcotte, 2002). Esta capacidad es una forma de conocimiento, y una disposición personal adquirida gracias a la socialización primaria (Jones 1985; Montgomery et al., 1991; Nurmi et al., 1997). Además, la idea de poseer una red tiene una gran influencia, a veces mayor que la realidad objetiva de la red (Cutrona, 1986). En estas condiciones, cualquier medida dirigida a multiplicar las relaciones sociales de un individuo con el propósito de mejorar su inserción en la fuerza de trabajo, carece de valor. Otra conclusión propuesta por Forsé (2001) realizando una revisión de la literatura sobre el tema: el capital social, entendido como inserción en redes, dobla los efectos del origen social. Analizando los trabajos de Granovetter (1982) en los
enlaces débiles (liens faibles), con personas no cercanas, Lin (1982) demostró que tales enlaces facilitan el acceso a mejores trabajos. El autor propuso una explicación, los mencionados enlaces relacionan cúmulos y personas de diverso origen social, mientras que los enlaces de carácter fiíerte (liens forts) se tejen entre individuos del mismo ambiente y estatus social. Los primeros, a diferencia de los segundos, pueden modificar una estructura jerárquica y aumentar el estatus social de una persona.


Forsé (2001: 196) plantea una pregunta: ¿si la participación social tiene un impacto sobre el nivel del estatus social logrado, constituye un recurso en sí mismo, o dobla los efectos del origen social? Una investigación del INSEE (1998), que incluyó una pregunta sobre la red utilizada cuando se busca un empleo, sugirió
una respuesta. Un 36,4 % de las 10.901 personas de cualquier ¿dad había recurrido a medios personales (envío de un CV, anuncios clasificados), 18,1 % a agencias de empleos, 17,5 % a enlaces frágiles (colegas, vecinos, amigos, etc.), 5,5 % a familiares y 4,3 % a su escuela. Se deduce del análisis que las personas
de ambientes menos favorecidos y con menor nivel de escolarización recurren principalmente a la parentela y obtienen pocos empleos. Y su recurso a los enlaces débiles no se muestra mucho más eficaz. En estas circunstancias, si un Gobierno busca más igualdad y actuación social y económica, debe incrementar los
recursos humanos, la enseñanza y la formación continuada (cursos de extensión), y no apuntar a un crecimiento en el capital social individual.

ni. Valores comunes y pertenencia social
Lograr un sentido de comunidad y de pertenencia social constituye otro tema importante de los discursos relacionados con la cohesión social. En este punto, el Gobierno canadiense, más que otro Estado de la OCDE, enfatizó sobre la necesidad de la lealtad al Estado, en un sentido de pertenencia social y en el
compartimiento de valores comunes. La dificultad que el Gobierno federal ha tenido históricamente para construir una imagen de la unidad canadiense y de un nacionalismo canadiense explica este hecho (Helly, 20006, d). En virtud de este énfasis sobre la pertenencia social por parte de los gobiernos canadienses
desde 1990, nos dedicaremos a describirlo más detenidamente, y a ver sus implicaciones para las minorías étnicas y nacionales. Un enlace social o lazo societal en sociedades democráticas contemporáneas
puede tomar una o varias de las cuatro formas principales (Helly y Van Schendel, 2001):


A) Un enlace jurídico-político o enlace ciudadano. La ciudadanía, o el goce de la igualdad política y de las libertades fundamentales, fue considerada durante mucho tiempo el enlace social en un sistema democrático moderno. De acuerdo con las teon'as filosóficas liberales y republicanas, ser parte de una sociedad significa participar en el Estado, la autoridad responsable en materias de bien común y de protección de la igualdad, de los derechos políticos y de las libertades. Así, cada Estado se mira de forma distinta de acuenio con las particularidades de su sistema político y legislativo (en Canadá, deben incluirse los sistemas parlamentarios y federales, la Carta de los Derechos y de las libertades y las decisiones de la Suprema Corte).

B) Un enlace civil, es decir, la naturaleza de las relaciones sociales y la calidad de vida dentro de la sociedad. Cantidad de aspectos que apoyan este enlace son codificados por el Estado y la acción legislativa, pero dependen también de actitudes, mentalidades y comportamientos provenientes de la historia y de las relaciones de poder entre los grupos culturales, los grupos lingüísticos, y las categonas sociales. Por ejemplo, todos los Estados de la OCDE adoptaron una legislación antidiscriminatoria, pero las sociedades civiles de estos países muestran un respeto diferente de estas leyes. La base de este enlace societal no es tomada en cuenta por los sociólogos o los analistas políticos, aun si constituye un factor determinante hoy en día, debido a que los individuos conceden mucha importancia a las cuestiones como la calidad de vida, las relaciones sociales, las identificaciones y las costumbres.

C) Un enlace estatal, o sea, una valorización de un Estado en razón de sus políticas siempre y aun particulares (economía, empleo, escuela, social, fiscal, internacional, cultural, etc.).

D) Un enlace nacional, en términos del significado conceptual de la nación, es decir, comunidad arraigada en una historia y una cultura percibidas como comunes.

Tres formas de enlace social son muy fuertes en Canad4 el ciudadano, el estatal y el civil. En efecto, muchos canadienses dicen estar orgullosos de pertenecer a una de las sociedades más progresistas de la OCDE donde se asegura el respeto por las libertades, un alto nivel de consumo, la asistencia social y la pazcivil (Conseil Privé, 1998, capítulo 4: 21). Y este orgullo se refuerza gracias a clasificación otorgada por las Naciones Unidas. Cuando las autoridades gubernamentales canadienses opinan acerca de los fundamentos de la «pertenencia canadiense », hacen referencia a su régimen político (especialmente la Carta de los
Derechos), a las políticas sociales, al tratamiento de minorías, la paz civil y, a veces, al papel pacífico desempeñado por Canadá en la escena intemacional. Esto es, un discurso típico sobre la idea de comunidad cuando se trata de construir la imagen de similitudes entre canadienses en vez de hablar de diferencias, como
un aumento en la tasa de la pobreza, de demandas por paite de los indígenas y de los quebequenses, de los desacuerdos acerca de la poh'tica ambiental y de los debates sobre la reforma del sistema'^ parlamentario federal canadiense.

Sin embargo, sigue habiendo algunas preguntas pendientes de ser resueltas cuando los Gobiernos opinan sobre el compartir valores. En primer lugar, ¿pueden los valores compartidos o el consenso en una
sociedad erradicar antagonismos y confi-ontaciones, y aumentar la cohesión social? La pasión por la igualdad en las sociedades modernas, sostuvo Lipset (1964), ha estado en la base de confrontaciones desde la creación de las democracias. La igualdad constituye la referencia central para una matriz de interpretaciones divergentes de las relaciones y de los estatus sociales. Es este carácter abierto de la
interpretación moderna de la jerarquía social por el mérito personal, la historia individual o la dominación política o económica entre las clases o las categorías sociales, el que abre espacios de ceimbio en las sociedades modernas. Hace medio siglo, Tumer (1953-1954 en Padioleau, 1999) observó que un
acuerdo sobre valores comunes entre los miembros de una sociedad no asegura la paz social y el consenso. Por ejemplo, no se puede hacer caso omiso de las contradicciones generadas por los valores libertíd e igualdad, pues resultan ser las fuentes mismas del conflicto en los sistemas democráticos. La democracia
no es consenso; es el derecho a expresar diferentes opiniones y protestar contra la dominación. Entonces, ¿fluye mecánicamente un sentido de pertenencia social al compartir valores comunes tales como igualdad?
En segunda instancia, ¿corresponden los valores concedidos a las normas y las prácticas de un sistema político-legal, a las poh'ticas del Estado o a la vida civil en una sociedad, a un sentido de pertenencia a esa sociedad? ¿O corresponden solamente a una concepción racional, instrumental, de la vida en una
sociedad? Una sociedad puede ser percibida no como comunidad, sino simplemente como ambiente conveniente para las costumbres e intereses de cada uno.

¿Por qué mencionar o esperar un sentido de pertenencia, una actitud de lealtad, una fidelidad, un afecto emocional o un compromiso personal? La única obligación que una persona tiene hacia la sociedad en la cual ella vive es el respeto por el enlace jurídico, por las leyes y las reglas; no tiene ninguna obligación de
desarrollar un sentido de pertenencia. Esta posibilidad, este derecho de indiferencia y de inconformismo deben ser mantenidos a riesgo de abrir un espacio en el cual los individuos vengan a ser categorizados según una escala normativa.

A la luz de lo anterior, las personas pueden ser consideradas canadienses en razón de su sólido compromiso hacia Canadá, sus instituciones y sus costumbres, mientras que otras podrían ser vistas como residentes fríos y egoístas. ¿Qué significa desarrollar un sentido de pertenencia social si el enlace político-legal resulta insuficiente para definir un canadiense? ¿Se haría, como sugieren frecuentemente los discursos sobre la cohesión social, a través de estándares, tales como la solidaridad y la responsabilidad sociales? De ser así,
¿por qué no organizar un debate público al respecto e introducir el derecho a trabajar o a un salario mínimo (Schnapper, 2000)? ¿O debemos creer que el enlace social sería definido por la conformidad con los valores de la mayoría, las prácticas y las opiniones tales como las costiimbres, la religión, la defensa
del federalismo o la práctica de uno de los dos idiomas oficiales? Evidencia de tal posibilidad fue la reforma propuesta a la ley canadiense de la inmigración en 1999. La reforma impuso a cada inmigrante con residencia permanente en Canadá, un plazo de tres años o más, para ser candidato a la ciudadara'a, porque, fue argumentado, un inmigrante debe «conocer las costumbres del país» antes de merecer la ciudadanía. De igual manera, la reforma propuso como obligación para el inmigrante hablar uno de los idiomas oficiales.

El derecho a vivir en Canadá dependería de la capacidad de hablar fi-ancés o inglés, porque este conocimiento se considera imprescindible para la participación adecuada en sociedad. Si esto constituye una realidad sociológica, y lo es, ¿por qué no adoptar una ley que obligue a las compañías privadas y a las
instituciones públicas a ofrecer programas de enseñanza de estos idiomas, y proponer el fínanciamiento por parte del Estado para que esto resulte posible? De hecho, el recurso a la necesaria pertenencia canadiense parece un paliativo a la ausencia de decisiones políticas en los campos en los cuales la igualdad se encuentra en riesgo, tanto como una regresión a valorar las costumbres de la mayoría, sus prácticas, sus valores y sus estándares'* culturales y lingüísticos. Los cambios realizados en la política del multicülturalismo son ilustrativos a ese respecto.


Desde 1995, además de la igualdad, de la libertad y del respeto por la pluralidad cultural y la dignidad de cada persona, el multicülturalismo debe promover las relaciones inter-étnicas y la responsabilidad social como medios para arraigar una identidad canadiense común y un sentido de la lealtad hacia Canadá (Government of Canadá, Canadian Heritage, 1997). ¿Qué significa este nuevo mandato y cuál es el valor de los programas adoptados desde 1995? Tres aspectos deben ser considerados: los objetivos de la participación a la comunidad, la intensificación de un sentido de pertenencia social y la igualdad racial.
Desde 1995, las ONGs monoétnicás tienen un acceso restringido al financiamiento debido a la necesidad de crear lazos entre toda la sociedad y las minorías étnicas y fomentar un sentido de pertenencia social, como si la heterogeneidad étnica y la cohesión social representaran una oposición. La preferencia en términos del fínanciamiento se concede a las ONGs multiétnicas, o a ONGs conformadas por miembros de una de las dos mayorías culturales. Además, solamente ciertas actividades de las ONGs monoétnicas (lucha contra la discriminación, inserción en el mercado de trabajo, igualdad de las mujeres y de las generaciones, socialización de la gente joven, etc.) se aceptan, mientras que las actividades culturales se dejan de lado. Se ha sugerido que las comunidades históricas formadas antes de 1970 se muestran «atrincheradas» culturalmente, y que las formadas desde finales de la década de los setenta, tienen mayor dificultad de inserción social que cultural. Resulta que las ONG monoétnicas deben asumir la financiación de sus actividades culturales y que la promoción del respecto por la diferencia cultural no parece un objetivo central del multiculturalismo.'^ La cooperación interétnica y la adopción de costumbres permitiendo una mejor inserción social lo son. ¿Este objetivo podría ser loable, pero cómo consolidar un sentido de pertenencia
canadiense entre los inmigrantes y sus descendientes? Todos los estudios han demostrado que casi un 90 % de los inmigrantes y sus descendientes desarrollan un fiíerte lazo con el Estado canadiense. Igualmente, una serie de investigaciones (Whitaker, 1992; Kalin, 1996; Kymlicka, 1998; Mendelsohn, 1999; Helly
y van Schendel, 2001, al igual que algunas encuestas) demuestran que la identificación con una cultura minoritaria, o con la nación quebequense, se acompaña generalmente por, o se refiíerza con, una fuerte identificación con el Estado federal. Por el contrario, investigaciones en Estados Unidos (Glick Schiller et
al., 1992; Basch, Glick Schiller y Szanton Blanc, 1994) ilustran cómo la percepción de un rechazo social o cultural favorece la identificación de los inmigrantes con las comunidades transnacionales y el país de origen.

Además, cualquier tentativa por considerar un sentido de pertenencia tan sólo a una sociedad parece
ser válida para quienes no se encuentran implicados en redes binacionales o multinacionales (Featherstone, 1990; Robeitson, 1992; Featherstone et ai, 1995; Hannerz, 1997). Para las minorías étnicas, una de las formas más genuinas de igualdad social y de arraigo de pertenencia canadiense sería la ausencia de discriminaciones cotidianas y sistémicas. Uno de los últimos estudios relativos a la situación de las minorías raciales en el mercado del trabajo demuestra cómo éstas se encuentran en un desfase salarial con respecto al resto de la población, un déficit perfectamente atribuible al racismo (Pendakur, 2000: capítulo 5). Es difícil
imaginarse cómo tal disparidad podría consolidar un fiíerte sentido de pertenencia canadiense o un sentido de la solidaridad y de la igualdad. Además, los Gobiernos canadienses y provinciales no siempre regulan de
forma justa los estándares de la equivalencia de diplomas extranjeros y nacionales, como tampoco las experiencias profesionales de inmigrantes, además de no ofreceries a muchos de ellos programas útiles de formación profesional. Al actuar de esta manera, se mantiene la imagen de una parte de los inmigrantes
como elementos inadecuados y costosos para la sociedad, tal imagen impide la aceptación de la inmigración y el sentido de pertenencia social de estos inmigrantes. Finalmente, en Canadá, los programas de la acción «positiva» muestran pocos resultados si se les compara con aquellos adecuados para el mismo efecto
en Estados Unidos (Bowen y Bok, 1998).


Como para las minorías nacionales, la noción de pertenencia societal resulta totalmente ineficaz frente a las demandas regionales o al secesionismo. Estas reivindicaciones son poco aplicables a la desigualdad socioeconómica y cultural pero más a la igualdad pob'tica, como una forma de redistribución del
poder. La globalización ha demostrado hasta qué grado estas reivindicaciones son más políticas que culturales. Al incrementar el acceso a los mercados extranjeros y al demostrar la importancia de la dependencia económica internacional, la globalización reduce y agrava los enlaces entre los Estados centrales, los Estados regionales y las minorías nacionales; y revive los conflictos históricos. De hecho, el acceso a mercados más amplios a nivel continental y global reduce la dependencia de las economías regionales sobre mercados nacionales y los Estados nacionales y favorece el desarrollo de las regiones capaces de integrarse en mercados internacionales. Esto refuerza el cuestionamiento sobre las economías planificadas a nivel estatal, consolida la crítica a la estructura piramidal y al centralismo de los Estados y sus tecnocracias y ofrece argumentos a las reivindicaciones regionales o secesionistas. El carácter local de las dinámicas económicas y las ideas de subsidiaridad y de descentralización como coadyuvantes al desarrollo económico y a la integración al mercado mundial, son justamente argumentos invocados por los movimientos regionales y secesionistas, así como el derecho de reproducir una especificidad histórica o cultural (El País de Gales, de Escocia, País Vasco, Cataluña, Flandes, Québec y la Coalición Transalpina Franco-Italiana).

La cuestión no es si la reivindicación nacionalista genera una fragmentación social y nacional nociva, ya que es necesario demostrar que no corresponde a un proceso de democratización y a una distribución más justa de recursos entre las regiones y entre los individuos.'* Hay que recordar que, entre 1960 y 1970, los movimientos nacionalistas fueron considerados como reivindicaciones democráticas del centralismo estatal y de las distintas formas del desarrollo económico (Cahen, 1994), mientras tanto, ahora se encuentran definidos a veces como rezagos de cosmogonías tribales y etnoculturales que cuestionan el principio
de la universalidad, y eso carente de respeto por su orientación política y sus modalidades de la acción.'^ Frente a las protestas de orden nacionalista, regional o secesionista, hablar de cohesión social, de pertenencia social y de la ciudadanía responsable, resulta vano. Estos actores se encuentran organizados,
cooperan y poseen instituciones políticas capaces de definir sus necesidades.

Conclusión

De acuerdo con una tradición sociológica, la noción de cohesión social reactualiza el concepto de la sociedad como comunidad ligada por algunos valores sociales y políticos (Comte, Durkheim, incluso Weber, cuando habla de la desilusión de la sociedad moderna). «Lo pob'tico» se toma en una negociación sobre
cómo distribuir los recursos y la riqueza de una sociedad, definidos en el marco de valores comunes compartidos y no de luchas sociales.

Otras definiciones pueden ser consideradas.'^ Una muy arraigada hoy día, neo-liberal y utilitarista, concibe la esfera poh'tica como un contrato, un acuerdo entre lo categórico, lo corporatista y los intereses individuales, e insiste en el libre albedno y la iniciativa individual, y la libertad personal de escoger sigue
siendo su principio más importante, incluso por encima del principio de la igualdad. La cohesión social no constituye una preocupación de esta escuela, que considera que cualquier imposición de enlace colectivo entre los miembros de una sociedad toca su libertad. Considera también que cualquier ayuda pública
debe sujetarse a los criterios de rendimiento (Mead, 1997).

Para nosotros, «lo político» en una sociedad democrática está en la revelación y el cuestionamiento de la distribución desigual de los recursos y de la riqueza producida por las relaciones económicas, culturales, simbólicas y políticas del poder. Así, ninguna idea de compartir valores, de pertenencia social, de
incremento de la cooperación o de consolidación de comunidades se dirige a esta forma de conflicto y no ayuda ni a la igualdad y ni a democracia. Por el contrario, obstaculiza los fundamentos mismos de la democracia omitiendo el papel y la legitimidad de las luchas políticas y de las protestas sociales expresadas
más allá de la escena parlfimentaria.

Además, no se pueden oponer la comunidad, los enlaces sociales o contractuales y la lucha poh'tica Ninguno de esos enlaces es válido excepto cuando satisface las aspiraciones de los agentes que se adhieren a él, o que se someten a él. Cuando producen o reproducen desigualdades y marginalización, pierden
su eficacia y conducen a demandas por nuevos derechos y enlaces. Estas demandas no pueden considerarse como degeneración del enlace social, sino más bien como un rechazo de un enlace colectivo percibido como deficiente. Y se crea una comunidad falsa cuando se exige un incremento de responsabilidad social, un sentido de pertenencia societal, o cuando se trata de crear un enlace social, sin considerar las mencionadas reivindicaciones o al ser inconsciente de ellas (Farrugia, 1993: 216).

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